Hace años, en un pequeño pueblo no muy lejano, vivía una niña
alegre y risueña, llamada Beatriz. Trabajaba muy duro ayudando a su
familia y nunca perdía la sonrisa. Su carácter divertido y jovial
contagiaba a sus amigos y vecinos. Todos la querían y apreciaban.
Pero la joven ocultaba un secreto. Sentía una poderosa llamada
interior, preguntas para las que no tenía respuestas, un grito destructivo
que la debilitaba y agotaba.
Poco a poco se convirtió en una chica
triste y solitaria. Abandonó a sus amigos y abrazó a la soledad. A
menudo, se sentaba a la orilla del mar y cerraba los ojos mientras la
brisa mecía sus cabellos. Sentía que su vida no tenía sentido e
imploraba solicitando una señal que la ayudase a encontrar su camino
y calmar su espíritu. Un buen día, atendiendo su lamento, las olas
arrastraron hasta ella un mensaje: busca a Dios y hazlo tuyo.
La joven decidió que aquella sería su meta. Dedicaría su vida a
descifrar aquel mensaje y no descansaría hasta conseguirlo. Se despidió
de su familia, dejó el pueblo y se embarcó a la búsqueda de su
objetivo.
En primer lugar visitó los territorios y lugares considerados santos
o sagrados. Sus habitantes decían ser depositarios de la Verdad
Absoluta, y se consideraban elegidos por ello. Respetaban y velaban
por el cumplimento de una serie de leyes y normas, a cada cual más
absurda e incomprensible, dictadas, según ellos, por el mismo Dios. A la
joven aquel sentimiento de posesión, cercano al fanatismo,
le pareció peligroso. Aquella Verdad fosilizada y cristalizada durante
más de dos mil años no era la que ella ansiaba, así que decidió
continuar su búsqueda.
Comenzó a leer y a estudiar libros extraños y prohibidos, sobre los
que pesaban ridículas maldiciones. En sus páginas creyó hallar
fragmentos ocultos de aquella antigua enseñanza. Al concluir el estudio
contempló con tristeza lo anotado durante aquellos años y comprobó
con desolación que su investigación no le había deparado ninguna
certeza, mas bien al contrario, sus dudas y preguntas habían
aumentado.
Por último, viajó a recónditos países, donde bebió de fuentes y
tradiciones ancestrales. Pero tras oír multitud de relatos, no se sintió con
fuerzas de discernir en cual de ellos podía encontrarse la codiciada
Verdad que ella perseguía.
Anciana y cansada, regresó a casa. Su familia había muerto y ya
no conocía a nadie en el pueblo, así que volvió nuevamente a la playa,
se sentó en la orilla y pidió un deseo. Deseaba saciar su sed de
conocimiento. Tantos años recorriendo el mundo y no había
conseguido nada. Su búsqueda había sido en vano. En aquel
momento sintió una desesperanza tal que cayó gravemente enferma y
tuvo que ser hospitalizada.
Una noche, al despertar, un desconocido la observaba
junto a su cama. Su apariencia era extraña, vestía una larga túnica
y su pelo era blanco como la nieve. El hombre avanzó
lentamente, se sentó a su lado y agarró su mano. Beatriz no
sintió miedo. Aquel extraño le inspiraba confianza.
― ¿Quién eres? ― preguntó Beatriz.
El hombre la miró fijamente y sonrió. La anciana quedó
conmovida. Aquella mirada parecía concentrar toda le energía del
Universo.
― Mi nombre es Melquisedec, el hombre de los tres círculos.
Beatriz no recordaba haber oído aquel nombre. Antes de que
pudiera hablar Melquisedec dijo:
― Beatriz, ahora que tu vida aquí toca a su fin, dime, ¿qué has
aprendido?¿Dónde crees que reside la Verdad?
― Estoy confundida. La Verdad posee tantos ropajes que resulta
imposible desnudarla.
― Créeme hija si te digo que la Verdad sólo debe ser
susurrada y que nadie podrá jamás poseerla, sencillamente porque no
estáis preparados para comprender las respuestas a vuestras preguntas.
Contéstame, ¿podéis acercaros al Sol sin quemaros?
― Si la Verdad no se halla a nuestro alcance, ¿por qué los
humanos sentimos la necesidad de buscarla?
― Dios es Amor. Él te hizo a su imagen y semejanza ?divina?. Tú
eres parte de Él. De ahí procede vuestra inquietud.
― Durante mis viajes, conocí a muchas personas, algunas
malvadas, ¿también ellas son parte de Dios?
― Nunca juzgues a tus semejantes. Juzgar es tan arriesgado como
dormir de pie. No subestimes al buen Dios, Él no posee ninguna de
vuestra debilidades., Él no lleva la cuenta de vuestros errores, eso es un
invento humano.
― ¿Cómo puedo encontrar a ese buen Dios del que me hablas?
― Beatriz, siento decirte que equivocaste tu búsqueda. La Verdad
siempre ha viajado a tu lado. La Verdad no está ahí fuera sino en tu
interior. El camino a Dios es un largo sendero de autoconocimiento. Su
poder no necesita de fastuosos templos ni magnos palacios, su palabra
no reside en parajes lejanos o apartados y su Verdad no se halla
depositada en manos de ningún sacerdote. Él no te amonestará por lo
que has sido, Él te mostrará lo que puedes ser.
― Dios es Amor?― exclamó Beatriz pensativa―. Pero, ¿cómo me
comunico con ese Dios que habita en mi interior?
― Esa es la parte más bonita pero a la vez la más difícil de
descubrir. Debes dejar de maldecir tu Destino y abandonar tu vida en
Sus Manos, consagrarle tu voluntad, dejar que sea Él quien guíe tus
pasos. Tu visión del mundo cambiará de forma sustancial y una
benéfica fuerza se apoderará de ti. Darás amor y a cambio recibirás
amor.
― ¿Debo dejar de luchar?¿Debo resignarme ante los problemas y
dificultades?
― ¡Ojo!, no te hablo de sumisión. Tus problemas no desaparecerán
si esperas sentado. Te aseguro que si abandonas tu vida en Sus Manos y
aceptas que tu voluntad sea La Suya, esa fuerza que permanece
dormida en tu interior elevará tu espíritu y hará de ti una persona
completamente nueva. Él te mostrará todo los que deseas saber.
― ¿Cómo puede Dios conocerme? Sólo soy una simple e
insignificante mortal.
― ¿Acaso no me oyes? Eres hija de Dios. Una parte de Él se ha
fragmentado y habita en tu corazón. ¿Entiendes lo qué eso significa? Tú
también eres un pequeño Dios.
― Tengo miedo a morir.
― Créeme, no debes preocuparte. Dentro de poco, emprenderás
el mayor de tus viajes: ir a su encuentro.
Beatriz cerró los ojos y respiró profundamente. Decidió dejar de
luchar. Esperaría al sueño de la muerte.
Horas más tarde, una enfermera entró en la habitación de Beatriz.
Se acercó a la cama y comprobó apenada que la mujer había muerto
durante la noche. Sus manos aún estaban calientes. Sobre su pecho
había una nota escrita. Contenía la conversación mantenida con
Melquisedec. La enfermera leyó la nota varias veces, pero no entendía nada. Durante su turno, se la enseñó a varios compañeros con la esperanza de que alguno de ellos le aclarase lo que aquello significaba, pero ninguno supo ayudarla. Al llegar a casa, se la mostró a su marido. Éste la leyó y se encogió de hombros. Cansada, la mujer arrugó la carta y la tiró a la basura.
EL CORDERO DE DIOS
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