En un olivar infinito,
con las tierras removidas y el fruto envenenado,
sentí morir a la niña que canturreaba entre mis pestañas
las nanas que aullaba la mala gente en los antros.
Se me olvidó que iba vestida,
que no era gorrión,
el ?te quiero? porque sí,
las canciones tontas;
gritando su nombre
se me olvidó vivir.
Pendiendo de unas ramas: una egoísta cuerda vieja,
letras de poeta mendigando don,
un brutal adiós
y sangre manchando unas piedras.
En un olivar infinito atravesé
con las rodillas embarradas
toda una noche de paredes blancas;
sirenas afónicas de hastío,
letanía confusa de muertos y vivos.
Se lo llevaron a rastras,
que no, no es él quien habla;
se lo llevó el descosido de la compostura,
sí, ahora sí se desperezan en su voz las flores no domesticadas;
se lo llevó la dama blanca?
En aquél olivar, olivar infinito,
la luna teme alumbrar aquél olivo
del que aún pende una cuerda despeluchada y gris,
abrazando en mi recuerdo
a un prisionero
de sí mismo.
Al prisionero del olivar
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