Ahí va otra entrega del libro ya corregido y aumentado. Espero que os guste:
CAPÍTULO 1. YO ESTABA ALLÍ
?Ni aun permaneciendo sentado junto al fuego del hogar puede el hombre escapar a la sentencia de su destino?
Esquilo
Mi padre, D. Luca ?Trust? Giovanni, siempre se presentaba a sus víctimas con la misma sentencia, que más tarde yo haría mía: ?el pensamiento es una barrera que nos impide ver la verdad, y la mejor manera de romper esa barrera es el dolor. Dentro de poco, me revelarás toda la verdad?.
Los buenos recuerdos que conservo de mi paso por esta vida están ligados a mi ciudad de origen, Nueva York. Allí transcurrió mi niñez y parte de mi adolescencia, y allí saboreé los últimos meses junto a vosotras, los meses más felices de mi vida.
Mis padres y yo vivíamos en un barrio de Manhattan, Little Italy, en la calle Mulberry. En sus orígenes este barrio estaba poblado por una gran cantidad de inmigrantes italianos, entre los que se encontraban mi abuelo y su familia. Desembarcaron en Nueva York a finales del siglo XIX huyendo de Nápoles, donde reinaba la pobreza, el paro y la criminalidad. La Camorra sembraba el terror y prácticamente gobernaban la ciudad. Al poco de establecerse en Nueva York, mi abuelo comenzó a trabajar en el centro de distribución existente en el barrio de TriBeCa, el más grande de Nueva York especializado en productos de alimentación. Su labor consistía en preparar y repartir los pedidos de los comercios cercanos. Durante el verano, cuando acababan las clases, mi padre lo acompañaba y ayudaba. Así conoció a mi madre, Mónica, cuya familia regentaba una tienda en el mismo barrio de TriBeCa. Ambos eran muy jóvenes e inmediatamente surgió el amor. Ella había nacido en Nueva York y a su familia les costó aceptar a mi padre, hijo de un inmigrante italiano. Pero Luca era una persona muy especial que derribaba los muros de la desconfianza con sus palabras transparentes, su mirada limpia, sus gestos pausados, su actitud ante la vida, siempre positiva. Mi madre quedó prendada de su personalidad, y mi abuelo, ante la evidente felicidad de su hija, acabó aceptando a mi padre como un miembro más de la familia. Se casaron en 1914 y según se dice fue una de las pocas ocasiones en que todos los vecinos de los barrios cercanos olvidaron sus diferencias económicas, personales y étnicas y celebraron la boda junto a mis padres con total felicidad.
Fueron durante mucho tiempo el ideal de pareja perfecta. Mi padre era alto para la estatura media de la época, de complexión débil en apariencia. Su altura y delgadez invitaban a sus enemigos a enfrentarse con él, seguros de salir victoriosos. En Nápoles fueron muchos los que lo intentaron.
Recuerdo una noche, ya muy tarde, mi padre y yo volvíamos a casa tras un duro día de ?trabajo? y atajamos por un frío y oscuro callejón. De repente, una figura inmóvil apareció en mitad de nuestro camino. Parecía esperarnos.
-Hola Luca -. El desconocido hizo una pausa. -Veo que te acompaña tu hijo -. Su voz tembló al pronunciar aquella frase, cargada de ira y emoción. - Parece que Dios ha oído mis súplicas y que este maldito día acabará mejor de lo que comenzó.
Estaba claro que aquel hombre nos conocía. Se encontraba a un centenar de pasos y en una noche cerrada como aquella resultaba imposible distinguir de quien podía tratarse, pero al oír su voz mi padre se detuvo. Se quitó lentamente el cinturón, extrajo su arma y me la entregó. Quedé sorprendido. Nunca se separaba de su revólver, ni siquiera cuando dormía. El extraño avanzó un par de metros. Su sombra se recortó en la penumbra del angosto callejón. Era muy corpulento, quizá doblaba a mi padre en tamaño. Pero él permaneció impasible, sin mostrar el más mínimo atisbo de miedo, como si esperara ese combate, porque de eso se trataba, de una lucha a muerte, en la que sólo podía quedar uno.
-Vamos Luca, no tengo toda la noche. Acabaré contigo y luego con tu hijo - gritó la voz desde el fondo del callejón.
-Papá, ¿quién es ese tipo? ¿Por qué me has dado tu arma? ¿Merece lo que todos buscan, la oportunidad de matarte?
Mi padre dejó caer sus manos sobre mis hombros. Solía realizar aquel gesto cuando quería que prestara especial atención a lo que se disponía a decirme. La luna iluminó su rostro y al verlo mi alma se encogió. Sus ojos se hallaban arrasados por las lágrimas. Era la primera vez que veía llorar a mi padre, pero no sería la última.
-Roberto, hoy he torturado y asesinado al hermano de ese hombre. Merece la oportunidad de impartir justicia y yo merezco la muerte.
Tras decirme aquello, mi padre se adentró en la oscuridad del callejón y yo permanecí allí quieto, paralizado, sin poder articular palabra.
Fueron minutos eternos. El silencio de la noche sólo era desgarrado por los gritos de aquellos hombres, gritos de dolor y rabia. El fragor de la pelea llegaba a mis oídos como un recuerdo lejano, desgastado por el pensamiento.
Poco a poco, la noche me fue cercando y quedé sumido en una negrura total. Un extraño silencio se adueñó del callejón. Era un silencio denso, pesado, que casi se podía oír. Un escalofrío recorrió mi espalda y dejé que el miedo me invadiera. Pensé que todo había acabado, que mi padre había muerto y que aquel desconocido emergería de las sombras en cualquier momento y acabaría conmigo. Creí desfallecer. Las piernas me temblaban. En mi mente resonaban sus últimas palabras, ?asesinato?, ?tortura?. Huí despavorido y tropecé con la pared. Al incorporarme, una mano agarró mi pierna. Al mirar hacia abajo, descubrí a mi padre tumbado sobre un charco de sangre. El cuerpo de su enemigo yacía muerto junto a él, con el cuello roto. Me agaché y presa de los nervios, le zarandeé y le grité:
- ¿Por qué no huimos? Nos podía haber matado, ¿por qué?
Mi padre sujeto mi brazo con fuerza y acercó su cara a la mía. A pesar de la hinchazón de su rostro, su mirada me petrificó. Entonces susurró con un hilo de voz, justo antes de desmayarse:
- Hijo mío, ¿es qué no has aprendido nada de lo que he intentado enseñarte? ¿Crees qué es la casualidad la que nos ha arrastrado a este callejón? Nuestro Destino está escrito y si hemos de morir, yo lo haré luchando. No te debe preocupar si la fuerza de nuestros adversarios es superior o si sus puños golpean con más dureza. ¿Acaso puede un poderoso huracán romper un débil junco? Aquí, en este mundo, debemos ser como ese frágil junco, fáciles de doblar pero extremadamente difíciles de romper.
Mi padre siempre fue motivo de envidia por parte de las amigas de mi madre. Su figura resaltaba allá donde acudieran. Las fotografías que mi madre guardaba de nuestra vida en Nueva York, en las que aparece un joven Luca, así lo demuestran. Su pelo moreno peinado hacia un lado, sus ojos negros, brillantes, que parecían desarmar a sus enemigos, su elegante forma de vestir, que le proporcionaba un aspecto superior a su condición social... Durante nuestra estancia en Nápoles hubo pocos momentos que merecieran ser recordados. Mi madre se pasaba horas y horas observando las escasas fotografías que había realizado, acariciándolas con la yema de los dedos, mientras lloraba.
- ¿Qué te ocurre mamá, por qué lloras? - le pregunté un día al llegar a casa y encontrarla sentada en el sofá del salón, con la cabeza entre las manos, sollozando y gimiendo como una niña desconsolada, a la que le han roto su juguete preferido. Sobre la mesa había una fotografía.
- ¿A quién ves en esta fotografía, Roberto? -. Sus dedos, totalmente crispados me mostraron un retrato de mi padre. No entendí la pregunta. Mi madre retiró el pelo de su rostro y al verla quedé sobrecogido. La mujer luchadora que yo había conocido se había esfumado y la locura comenzaba a hacer mella en su figura. Su bella melena pelirroja era ahora una maraña sucia y despeinada, abría los ojos de forma desmesurada y mantenía la mirada perdida en algún punto de la habitación, pasaba de una risa nerviosa a un llanto amargo, ambos sin motivo, balbuceada y susurraba palabras y frases sin sentido. Se ponía en pie, caminaba en círculos hablando consigo misma, se detenía y volvía a sentarse. Así, una y otra vez. Sentí una puñalada en el corazón y la tristeza quedó prendida de los flecos de mi alma. Mi madre se había rendido y yo tenía la culpa.
- Es Luca, mi padre. Tu marido, mamá. Recuerdo bien cuando nos hicimos esa fotografía. Fue la noche que llegamos aquí, a Nápoles. Papá nos convenció y salimos a cenar. Durante el brindis nos prometió que siempre permaneceríamos unidos.
- Yo ya no veo al hombre del que me enamoré. No es la misma persona aunque su aspecto sea idéntico. Sus ojos, con los que soñaba y en los que me sumergía cada noche, ahora delatan y reflejan la suciedad y el odio que contemplan cada día, se han convertido en cortinas de sus pecados y testigos mudos de la muerte. Las facciones de su cara, que desgasté con mis besos, se han vuelto afiladas, como las herramientas que utiliza para matar. Sus manos suaves y firmes, que acariciaron y dibujaron el mapa de mi cuerpo, ahora son excelentes armas a la hora de golpear. Sus dedos finos y alargados, expertos en erizar mi pulso, impregnan de pavor a sus víctimas. No hay abrazos en sus brazos, sus amantes se los han llevado todos. Su dulce voz ha transformado sueños en pesadillas y esperanzas en decepciones. No, Roberto, este no es tu padre.
Tras la boda, mis padres se trasladaron al barrio de mis abuelos paternos. Yo nací al año siguiente, en 1915, colmando la felicidad de toda mi familia. Mi infancia fue muy alegre. Mis primeros recuerdos son de las ?Fiestas de San Genaro?, que se celebraban cada mes de septiembre en nuestra Pequeña Italia, en la calle donde vivíamos. Eran 11 días de fiesta y diversión en el barrio. Mi abuelo lo festejaba especialmente. Había vivido épocas muy duras antes de desembarcar en América y durante esos días daba gracias por haber podido sobrevivir y sacar adelante a su familia. Pero su felicidad no era completa. En su mirada se vislumbraban retazos de rencor, tristeza y melancolía. Al llegar del colegio me sentaba en sus rodillas y me contaba historias sobre la ciudad de la que venían.
- Roberto, hijito, - comenzaba siempre mi abuelo - no hace mucho al otro lado del mar, vivía un niño enamorado de su ciudad. De día, perdía la noción del tiempo divirtiéndose entre sus calles, se sentaba durante horas a admirar el azul del cielo y se bañaba en sus ríos y fuentes de agua clara. Al caer la noche correteaba en sus verdes jardines y se tumbaba a contemplar la luna y estrellas, que iluminaban a su amada. Le encantaba oír la música que susurraba la ciudad y cuando llovía, cerraba los ojos y se dejaba empapar por la lluvia. Pero pasaron los años, el niño se convirtió en un hombre y comenzó a ganarse la vida perdiéndola en una fábrica, que le robaba el tiempo que antes compartía con su querida ciudad. Cada noche, al llegar a casa, el hombre se asomaba a la ventana y la observaba. Ya no la reconocía. Su amor por ella se había esfumado. El cielo era de negro asfalto y las únicas luces provenían del neón que anunciaban sus clubes. Sus fuentes, llenas de cadáveres, manaban sangre y sus ríos se habían secado. Los jardines habían sido sustituidos por cemento y la lluvia que caía eran lágrimas. Los sueños de aquel niño se habían convertido en polvo, sus pensamientos en desilusión y su corazón ennegrecía cada día que pasaba. Entonces, comprendió que había llegado la hora de despedirse de su amor. Días más tarde, el hombre embarcó rumbo a otro lugar. Antes de que su ciudad desapareciera en el horizonte le dedicó una última mirada y una lágrima rodó por su mejilla. Pero incluso hoy a aquel niño le queda una duda, ¿fue su amada ciudad la que perdió la inocencia o fue él?
Aunque ahora te resulte difícil creerlo, fui un niño muy bueno y cariñoso. Mis padres, debido a sus trabajos, no disponían de mucho tiempo para estar conmigo, pero me dieron lo más importante, amor y una buena educación, según ellos, las llaves que abrían todas las puertas. No se equivocaban.
Precisamente, por la importancia que concedían mis padres a la educación, mi ingreso en la escuela representó un problema. En aquella época (estamos hablando del año 1918), nuestra situación económica no era buena. Las ventas de la tienda de mi madre habían disminuido notablemente y a mi padre su ascendencia italiana le dificultaba encontrar un buen trabajo, así que tenía que conformarse con seguir ayudando a mi abuelo en el centro de distribución de TriBeCa. Todas las mañanas se levantaba muy temprano, se ponía su mejor traje y se dirigía a las principales empresas del barrio. Llevaba una carta de recomendación del jefe de mi abuelo, en la que se ensalzaban sus virtudes en el trabajo, la constancia, el afán de superación, el compañerismo? Pero día tras día, tras hablar con los responsables, volvía a casa con la misma respuesta negativa. Esta situación frustraba a mi padre. Discutía frecuentemente con mi madre, la mayoría de veces sin motivo, y se mostraba huraño, taciturno, encerrado en sí mismo. Sentía que no encontraba su lugar en el mundo.
Mis padres estudiaron todas las posibilidades y sopesaron detenidamente las opciones escolares existentes. Por su alto coste los colegios privados quedaron descartados y las mejores escuelas públicas se hallaban demasiado lejos del barrio, lo que suponía un gasto en transporte demasiado elevado, que mis padres no se podían permitir. Además, sentían cierto recelo de que en otras zonas de la ciudad existiera algún tipo de discriminación hacia inmigrantes o sus descendientes. Finalmente, mis padres se decantaron por la vieja escuela parroquial de St. Patrick, situada al final de la calle Mulberry. Era la primera y más antigua escuela parroquial de Nueva York, con casi cien años de antigüedad. La mayor parte de los alumnos que acogía eran hijos de inmigrantes provenientes de los barrios cercanos, cuyas familias atravesaban dificultades económicas.
A mi madre siempre le había gustado aquel colegio. Estaba cerca de casa y la educación religiosa que impartía le parecía, no sólo adecuada, sino necesaria para realizarse como persona y sobrevivir en el duro mundo que esperaba fuera. A mi padre, aunque no lo reconociera, también le gustaba St. Patrick. Lo que para él supuso un amargo trago fue reconocer que yo iba a aquella escuela porque nuestra familia no tenía dinero. Se sentía responsable, pero nunca supe si su preocupación se debía a que yo no pudiera estudiar en un colegio mejor o a qué pensarían los vecinos del barrio sobre nuestros problemas económicos y porqué no era capaz de encontrar un trabajo.
St. Patrick realizaba entrevistas personales a los padres que solicitaban plaza, a fin de conocerlos un poco mejor y determinar la verdadera situación socioeconómica de la familia. El día que mis padres estaban citados mi abuelo cayó enfermo y mi madre decidió que lo mejor era quedarse en casa cuidándolo y que mi padre acudiera en solitario a la entrevista. En aquellas fechas, a punto de iniciarse el curso, St. Patrick era la última opción disponible. Era imprescindible asistir y causar buena impresión. Mi padre asumió toda la responsabilidad. Fue un momento muy duro para él, pero aquella noche tras la entrevista, su manera de afrontar los problemas cambió. Comprendió que existía una oportunidad y que el Destino le reservaba grandes obras.
- Buenas tardes, mi nombre es Luca Giovanni y tenía cita a las 5 con Sor Beatrice.
- ¿Viene solo? -preguntó la secretaria, a quien por el tono de voz parecía molestarle que a aquel hombre no le acompañara una mujer. Mi padre se sintió incómodo.
- Mi esposa no ha podido venir - contestó mi padre, de manera brusca.
- Un momento, por favor. Sor Beatrice le recibirá enseguida.
Mientras esperaba, mi padre repasó mentalmente las respuestas que había preparado a las posibles preguntas de Sor Beatrice, la directora del centro. Sus pensamientos fueron interrumpidos por la voz de la secretaria:
- Sr. Giovanni, pase. Sor Beatrice le está esperando.
St. Patrick sobrevivía gracias a una mísera subvención estatal y a donaciones anónimas, pero estas ayudas apenas servían para pagar a los profesores y atender alguna reparación urgente. Hacía años que el edificio no se reformaba. Las paredes estaban agrietadas y desconchadas y un intenso y penetrante olor a humedad impregnaba el recinto. La iluminación, sobre todo en las aulas, era escasa y la mayoría de sillas y mesas estaban desvencijadas y estropeadas por el uso continuado durante años. Las dos únicas personas con las que se había cruzado mi padre, la secretaria y el encargado de mantenimiento, parecían tan muertos como la escuela. Sólo la alegría de los niños transmitía vida a aquellos muros. Sin embargo, al entrar en el despacho de Sor Beatrice mi padre quedó sorprendido. Su atmósfera era totalmente diferente al resto del colegio y en el ambiente existía un leve y agradable olor a incienso. El mobiliario era sencillo, dos sillas de respaldo alto con brazos para las visitas, una mesa pequeña con una vieja cafetera, una gran estantería que ocupaba toda la pared, y rematando la habitación la mesa principal, de madera noble color caoba y aspecto pesado, quizá la pieza de más valor. Las paredes estaban pintadas de un blanco pulcro y brillante y dos grandes lámparas fluorescentes iluminaban perfectamente la sala. Pero lo que más impresionó a mi padre fueron los cientos de libros que abarrotaban aquel lugar. Los había por todas partes, en las mesas, en la estantería, incluso apilados en el suelo, formando altas columnas. ?El saber sí ocupa lugar? pensó.
- Acérquese y siéntese, por favor.
Mi padre avanzó sorteando los montones de libros que se encontraba a su paso. Al fin tomó asiento. Frente a él tenía a una mujer mayor, menuda y delgada, con unas manos pequeñas y huesudas. Vestía una túnica azul clara, con la cabeza cubierta por una toca blanca. Tras sus grandes gafas se escondían unos ojos vivaces y alegres, que parecían concentrar una gran energía. Le tendió la mano a mi padre y a pesar de no haber intercambiado palabra alguna, entre ellos se originó una corriente mutua de simpatía y confianza, como si se conocieran de toda la vida. Aunque Sor Beatrice consumía casi todo su tiempo bajo aquel techo, absorbida por sus libros, sus arrugas delataban que sabía más de la vida que cualquier persona de fuera. No se podía decir que había perdido el contacto con la realidad, y estaba tanto al corriente de la situación en el barrio, de los problemas de integración de los inmigrantes, del peligro de las calles para los chicos jóvenes, como del declive del país, que se aceleraba peligrosamente y que culminaría en la Gran Depresión de 1929. Más adelante, supo que Sor Beatrice tenía otra cualidad excepcional, leía y se adelantaba a los pensamientos, y era capaz de adivinar y desnudar los sentimientos más íntimos.
― Mi nombre es Sor Beatrice y soy la directora de este centro ― hojeó unos papeles y continuó ―, usted debe ser el Sr. Luca Giovanni, casado con Mónica Smith y padres de Roberto, de 3 años de edad. Viven en esta misma calle y el motivo de la reunión es que han solicitado plaza en este centro para su hijo. ¿Su esposa no ha podido acompañarle?
― Mi suegro ha enfermado y ella se ha quedado atendiéndolo. Y llámeme Luca, por favor.
Mi padre contempló intrigado el cuadro que había colgado justo en la pared que tenía enfrente. Era una representación de Nuestro Señor. Pero al contrario que la mayoría de retratos, donde siempre aparece con semblante serio y actitud amenazadora, en aquel esbozaba una sonrisa que transmitía tranquilidad y confianza. Mi padre se preguntó quién sería su autor y porqué no habría más cuadros como aquel. También le llamó la atención una tablilla de madera situada en la mesa con la siguiente inscripción tallada: ?¡Actúa en vez de suplicar. Sacrifícate sin esperanza de gloria ni recompensa! Si quieres conocer los milagros, hazlos tú antes. Sólo así podrá cumplirse tu peculiar destino?. Estaba claro que Sor Beatrice no era una religiosa al uso.
― Muy bien, dime Luca, ¿por qué razón creéis que St. Patrick es la escuela más adecuada para que Roberto reciba su educación?
Era una pregunta esperada, para la que mi padre había preparado una respuesta, con la que esperaba satisfacer a Sor Beatrice y allanar mi ingreso en el centro. Se disponía a contestar cuando advirtió que la directora lo miraba fijamente. En aquella mirada creyó vislumbrar un tono de reproche. Mi padre dudó. Entonces Sor Beatrice dijo:
― Habrá un día en que tus mentiras convencerán a muchos. Pero ese día todavía no ha llegado. Por favor Luca, dime la verdad.
Existen ocasiones en las que resulta más fácil compartir nuestros problemas con personas a las que no conocemos totalmente, quizá porque al no encontrarse involucradas emocionalmente su punto de vista resulta imparcial, quizá porque pueden aportar algún matiz en el que no hemos reparado y que nos hace ver que la solución a nuestros problemas no está tan lejana, quizá porque nos convencen de que las dificultades que nos parecen insalvables no lo son tanto y que existen personas con problemas mucho mayores y quejas mucho menores o simplemente porque la mayoría de las veces acaban dándonos la razón, provocándonos una falsa sensación de alivio. Mi padre estaba cansado de mentir y aparentar lo que no era, y dado que así tampoco había obtenido ningún resultado, decidió abrir su corazón y contar toda la verdad, aun a riesgo de perjudicar mi posible entrada en St. Patrick. Comprendió que era el momento de vaciarse y soltar todo lo que llevaba dentro, de mostrarse como era realmente, y por alguna extraña razón, eligió a Sor Beatrice para hacerlo. Se había derrumbado y ya era hora de levantarse, sacudirse los cascotes y afrontar su Destino.
― La realidad es que St. Patrick ocupa el último lugar en nuestra lista de prioridades, pero como sabrá por sus informes, la situación económica de mi familia no es buena y este centro es lo máximo que nos podemos permitir ahora mismo. Los colegios privados son muy caros y los mejores colegios públicos están lejos de aquí, lo que conlleva un elevado gasto en transporte, por no hablar del tiempo. También nos preocupa que en otros barrios nuestra procedencia italiana sea un problema añadido. Los niños son crueles ¿sabe?
Otras familias que ya tienen hijos aquí nos han hablado muy bien tanto de los profesores como del ambiente del colegio, además está la cercanía a nuestra casa. Sabemos que existen mejores escuelas pero esta es la más acorde a nuestras posibilidades.
― Agradezco tu sinceridad Luca. Como sabrás, en St. Patrick damos la oportunidad de estudiar a las clases menos favorecidas del barrio y gran parte de nuestro alumnado está compuesto por chicos de familias inmigrantes. Los tratamos a todos por igual y les damos sobre todo mucho amor. También intentamos que su entorno familiar sea el idóneo para poder concentrarse en los estudios. Existen multitud de casos en los que la falta de dinero resquebraja la unidad de los padres, que comienzan a discutir y a perderse el respeto delante de los críos, quienes en estos casos, son los que más sufren. Pero la realidad es que la penuria económica no es la causante de las discusiones, éstas tienen su raíz en la pérdida de confianza de los padres en sí mismos.
Mi padre oía atentamente a Sor Beatrice. Se sentía plenamente identificado con las circunstancias que ella describía.
― ¿Qué te preocupa hijo? ― preguntó la directora captando la preocupación de mi padre.
― Como bien ha dicho, el mío es un problema personal. Quiero a mi mujer y a mi hijo más que a nada en el mundo, y actualmente no andamos muy sobrados de dinero. Como consecuencia nos hemos distanciado un poco pero esos no son los verdaderos motivos de mi inquietud. Salgo cada mañana muy temprano y visito todos los negocios del barrio, con la esperanza de encontrar un trabajo mejor, pero lo cierto es que no lo hago por mi. Luego, aunque no me gusta, ayudo a mi padre, y así todos los días. ¿Sabe lo duro que resulta esta situación? La resignación y la ira se han adueñado de mí. No encuentro mi camino, no sé que rumbo tomar, me siento perdido.
Una acogedora sonrisa iluminó el rostro de Sor Beatrice.
― Hijo, sé que en tu situación actual mis palabras te sonarán a música celestial, pero te diré lo poco que te he intuido a lo largo de mi vida, con la esperanza de que te pueda ser útil. No pretendo inculcarte mi convencimiento, tan sólo quiero que reflexiones y saques tus propias conclusiones.
Créeme si te digo que aunque no comprendamos el motivo, todo lo que nos sucede obedece a un orden. Hace ya muchos años dejé de luchar, rebelarme o maldecir mi Destino. Consagré mi voluntad a Dios y deje que Él guiara mis pasos. Mi visión y comportamiento ante las dificultades de la vida cambió de forma radical. Me invadió una extraordinaria sensación de paz y tranquilidad y una benéfica ?fuerza? interior se apoderó de mí. Los obstáculos forjan nuestro carácter y personalidad, y los superemos o no, siempre debemos extraer una lección. ¡Ojo!, no te hablo de sumisión, si esperas sentado tus problemas no desparecerán. Te afirmo que si abandonas tu vida en Sus Manos y aceptas que tu voluntad sea La Suya, esa ?fuerza? que permanece dormida en tu interior te elevará y hará de ti un hombre nuevo. Hallarás el papel que te reserva el Destino.
― Todo eso suena muy bonito, pero ¿cómo se consigue? Ni siquiera recuerdo la última vez que recé o fui a la iglesia.
― ¿Quién ha hablado de iglesia Luca? ¿Crees qué Dios premia o castiga en función del número de veces que rezas o acudes a misa? Dios es Amor, y en consecuencia no lleva la cuenta de nuestros errores, eso es un invento humano. Él nos hizo a su imagen y semejanza ?divinas? aunque nos empeñamos en atribuirle debilidades que sólo nos corresponden a nosotros. Su palabra no necesita de templos fastuoso ni magnos palacios, no reside en parajes lejanos y apartados, su Verdad no se halla depositada en manos de ningún sacerdote de falsa vanidad. La comunión con Dios es un largo camino interior de autoconocimiento. Él no te amonestará por lo que has sido, Él te mostrará lo que puedes ser.
― Dios es Amor ― exclamó mi padre pensativo.― Ojalá más personas pensaran como usted. El mundo sería un lugar mejor.
― Luca, la Verdad sólo debe ser susurrada. Si nos acercamos mucho a ella nos quemaremos y lo que es peor, nos arrogaremos su posesión. Créeme si te digo que nadie llega a descubrir completamente la Verdad porque no estamos preparados para asimilar las respuestas a nuestras preguntas. Contéstame hijo, ¿estás preparado para aceptar que eres hijo de Dios y que por lo tanto tus prójimos, amigos y enemigos, son tus hermanos?, ¿estás preparado para abandonar tu vida en Sus Manos?, ¿estás preparado para amar a tu enemigo?, ¿estás preparado para afrontar tu Destino?
Mi padre intentaba descifrar el mensaje de Sor Beatrice. No estaba seguro de poder hacerlo, pero sí estaba convencido de algo: aquella no sería la última visita a St. Patrick. De pronto, la mujer le tomó la mano. Su rostro se había tornado grave y su voz adquirió un tono solemne.
― Luca, ten siempre presentes mis palabras. A partir de ahora debes ser fuerte y tener confianza en él. Siempre te apoyará, aun cuando creas que todo está perdido. Se convertirá en el confesor de tus mentiras y en el pañuelo para tus lágrimas. Iluminará tu camino, cuando te sumerjas en las tinieblas. Sostendrá tu mano cuando tus enemigos te rodeen. Te ayudará a levantarte y curará tus heridas cuando te golpeen. Tendrá tu Destino en sus manos y cerrará tus ojos el día que mueras.
― ¿Cómo es posible que Dios me conozca y que yo merezca toda esa ayuda de la que me hablas? Sólo soy un simple e insignificante mortal.
― Creo que no me has entendido. No me estoy refiriendo a Dios, te estoy hablando de tu hijo.
Tras aquella afirmación, Sor Beatrice dio la entrevista por finalizada.
― Confía Luca. Ahora márchate a casa y pon en orden tus pensamientos.
Mi padre ya no oía nada. Su mente se hallaba a miles de kilómetros. Conmocionado y desorientado, se levantó y se dirigió a la puerta. Cuando se disponía a salir, Sor Beatrice lo llamó:
― Sr. Giovanni, dígale a su mujer que Roberto comienza las clases la semana que viene.
Mi etapa en St. Patrick concluyó en 1923. Durante esos cinco años mi padre continuó visitando a Sor Beatrice. Acudía a su despacho una o dos veces por semana y conversaban durante horas sobre sus temas preferidos, el Destino, el sentido de la vida, el Amor, la esperanza, la muerte? En casa continuaba absorbiendo aquellos conceptos gracias a los libros que ella le facilitaba. Entre ambos se estableció una relación de necesidad mutua, Sor Beatrice había encontrado en mi padre algo así como un discípulo a quien legar sus conocimientos y Luca asimilaba esas enseñanzas y las aplicaba a su vida diaria. Su actitud ante los problemas y su forma de ser experimentaron un cambio radical, se convirtió en un hombre nuevo, diferente, seguro de sí mismo. La desconfianza e inseguridad que le acompañaban desaparecieron y dieron paso a un creciente y peligroso sentimiento de superioridad y a una convicción y firmeza en sus actos tales que resultaba prácticamente imposible no acabar cediendo a sus pretensiones.
― Roberto, nuestro trayecto vital se asemeja a un camino circular. Cada empresa que acometemos y cada persona que conocemos representan la apertura de un nuevo círculo. Al final del trayecto, para alcanzar la paz, debemos haber cerrado todos los círculos. No hay que apresurarse, ya que el Destino nos brinda la oportunidad de concluir los asuntos pendientes y reparar el daño causado, pero ¡cuidado!, debemos permanecer alerta a las señales y obedecer a la intuición, porque si dejamos pasar ese momento tal vez nunca más se presente.
Es asombroso como nuestro cerebro selecciona los hechos que merecen ser recordados. Aquellas palabras pronunciadas por mi padre, aparentemente sin importancia, quedaron grabadas en mi memoria y me proporcionaron fuerzas y esperanza en situaciones desesperadas. Creer en ellas es lo único que me mantiene con vida en este lugar, porque de ser ciertas significaría que mi hora aún no ha llegado y que tendré la ocasión de salir de aquí y completar mi último trabajo para al fin poder descansar en paz.
Ahora, con la ventaja que me proporciona el tiempo pasado puedo afirmar que mi madre cometió el mayor error de nuestras vidas al aceptar resignada el repentino cambio de mi padre y su estrecha unión con Sor Beatrice. El Destino le concedió la oportunidad de cerrar aquel círculo pero ella no tuvo la determinación necesaria para enfrentarse a mi padre y se dejó arrastrar por una de las muchas debilidades humanas: el interés.
A partir de 1920 nuestra situación económica comenzó a mejorar. El centro de distribución donde trabajaban mi padre y mi abuelo atendía un número cada vez mayor de pedidos procedentes de distintos puntos del país. Los dueños decidieron que aquel era un buen momento para iniciar el plan de expansión, y el primer paso era la apertura de una oficina en Nueva York que se encargara exclusivamente de entablar relaciones comerciales con posibles clientes de la Costa Este. Los propósitos del nuevo departamento eran, entre otros, los siguientes: visitar y captar clientes, mejorar el conocimiento de los productos ofertados, organizar y planificar el territorio de venta, todo ello con un claro objetivo, lograr un rápido incremento en el volumen de venta. La empresa comunicó a los trabajadores sus planes e inició el proceso de selección para elegir a la persona responsable de aquella oficina. El puesto requería ciertas cualidades entre las que se encontraban capacidad de liderazgo, dotes de mando, experiencia en negociación y venta, ?intuición? comercial para detectar posibles oportunidades, control y seguimiento de los pedidos realizados? En pocos días se hizo pública una lista con los nombres de los candidatos, entre los que aparecía mi padre. Era una muy buena oportunidad y los elegidos redoblaron su esfuerzo y dedicación al trabajo, intentando ganar puntos de cara a una posible designación. Luca, por el contrario, continuó ayudando a mi abuelo y no hizo gesto alguno que denotase su interés por aquel empleo. Tanto sus padres como mi madre hablaron insistentemente con él, con el fin de hacerle ver la necesidad de dar un paso al frente y conseguir el trabajo, pero siempre obtenían la misma respuesta:
― ¿No comprendéis que nada de lo que yo pueda hacer modificará el curso del Destino? El puesto ya está asignado y seré yo quien lo ocupe.
MALDITO TIKKUN
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interesante bonzos...... ya se te exaba de menos.....a mi me provoca una sensacion de ansiedad, es como si una estrofa te forzara a continuar con otra y así succesivamente...me parece que debo resaltar la parte que mas me ha gustado que sin duda es esta "reflexion"
― Roberto, nuestro trayecto vital se asemeja a un camino circular. Cada empresa que acometemos y cada persona que conocemos representan la apertura de un nuevo círculo. Al final del trayecto, para alcanzar la paz, debemos haber cerrado todos los círculos. No hay que apresurarse, ya que el Destino nos brinda la oportunidad de concluir los asuntos pendientes y reparar el daño causado, pero ¡cuidado!, debemos permanecer alerta a las señales y obedecer a la intuición, porque si dejamos pasar ese momento tal vez nunca más se presente.
Animo con el libro...aqui tienes una admiradora.
un abrazo fuerte desde valencia
sici
― Roberto, nuestro trayecto vital se asemeja a un camino circular. Cada empresa que acometemos y cada persona que conocemos representan la apertura de un nuevo círculo. Al final del trayecto, para alcanzar la paz, debemos haber cerrado todos los círculos. No hay que apresurarse, ya que el Destino nos brinda la oportunidad de concluir los asuntos pendientes y reparar el daño causado, pero ¡cuidado!, debemos permanecer alerta a las señales y obedecer a la intuición, porque si dejamos pasar ese momento tal vez nunca más se presente.
Animo con el libro...aqui tienes una admiradora.
un abrazo fuerte desde valencia
sici
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