Salió de casa como cada mañana. Después de cerrar la puerta, y no sin cierta angustia, comprobó que las llaves estuviesen en su sitio. Sabía perfectamente que aquella manía suya únicamente podría servirle para darse cuenta de que se había dejado las llaves dentro de casa justo en el momento en el que ya fuese demasiado tarde, pero ya se había acostumbrado a sentirse así. No le dio demasiada importancia. Hasta ahora, nunca había tenido que lamentarse por haberse dejado las llaves dentro. Hoy tampoco. Menos mal.
Antes de salir por el portal, encendió un pitillo. En el frío de la mañana, caminó hacia la cafetería más cercana, sin prisas, observando a la gente, dando caladas largas y hondas (una costumbre que tenía de un hábito menos confesable). Observar a la gente es un oficio curioso. La mayoría no tienen cara. Es decir, sus rasgos, sus facciones, y sus órganos están ahí, pero a pesar de que todas las piezas que forman el conjunto al que llamamos rostro están en su lugar, no hay una cara que ver. Una cara que no transmite nada es como un televisor apagado o como un libro sin palabras. La mayoría de las caras que veía por la calle, tan temprano, eran solo eso, recipientes vacíos a los que no sabía o no podía encontrar contenido. Botellas vacías, cigarros apagados. Interminables secuencias de segundos de aburrimiento vital metidas dentro de un ser humano. Sabía que en realidad, abajo, muy abajo, detrás de capas y capas de miedo, aburrimiento y seguridad ficticia, existía, o quizá había existido un ser humano vivo, pero sus caras no lo reflejaban. Miraban por costumbre, caminaban por rutina, soñaban los sueños que les regalaban en la televisión. Una casa más grande, un coche más caro, un viaje a algún lugar exótico... a cambio de una vida. Leticia pensó que cada vez había menos humanidad en las cosas. Cada vez importaba más la apariencia de todo que su esencia, lo que realmente era? con todas sus consecuencias. Casi nadie recibía lo que esperaba, casi nadie obtenía lo que necesitaba, casi nadie sabía lo que quería, aunque casi todos creían saber lo que no querían. Para los demás, claro.
Lo peor era ser consciente de que ella misma, algunos días, era casi como ellos. En el fondo no los criticaba, solo se apenaba. Se comportaban como si la felicidad estuviese en coleccionar cosas. O peor todavía, dinero. No es que rechazase ni el dinero ni la comodidad, en realidad le apenaba ver que muchos no viesen la trampa en la que estaban encerrados. Prisioneros de sus cosas. Ella prefería ser prisionera de sus ideas.
La mejor manera de diferenciarlos era fijarse en si parecían darse cuenta de la existencia del resto de las personas, si parecían provocarles algo que no fuese miedo.
Bostezó.
Una señora de unos sesenta años que pasaba por su lado sonrió y le miró.
Le devolvió la sonrisa mientras se frotaba los ojos, parada en la acera.
Cuando Leticia llegó a la cafetería, tenía un poco más de fe en el ser humano. En su cabeza sonaba Platero y tu?
Ya no existe la vida?
sólo hay gente en la calle
que anda siempre de prisa y que no habla con nadie, con nadie?
Desrostrados...
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