
ManerasDeMorir
Por Javier Cercas
En su último libro, Diario de lecturas, Alberto MAnguel acomete un experimento original: a lo largo de un año relee doce libros quele han gustado -uno por mes- y anota su impresiones acerca de ellos. El resultado es al mismo tiempo inesperado y previsible: lo inesperado no es qu eManguel lea con la pasión, perspicacia y sabidurÃa de siempre, ni que estos libros ya leÃdos -algunos cláscos indiscutibles de la literatura, otros menos conocidos- le sorprendan tanto o más que la primera vez que los leyó, sino que su lectura refleje la experiencia indvidual de quien los lee y el caso social y politico en el que vive, igual que, inversamente, ese caos colectivo y esa experiencia personal reflejan e iluminan con una luz nueva las viejas palabras de los libros. Pero, como digo, esto era también previsible: después de todo, leer no es una experiencia como cualquier otra, a veces más intensa, verdadera y perturbadora que cualquier otra. Leemos por placer, pero también para vivir más. La literatura ilumina la vida, la vuelve más compleja, la ensancha; lo contrario también es cierto: la vida ensancha, ilumina y vuele más compleja la literatura.
Uno de los libros que relee Manguel es El desierto de los tártaros, la novela de Dino Buzzati. En un determinado momento, después de copiar las palabras finales de la novela -en las que el narrador insta al protagonista a tener el valor de marchar al encuentro de lam uerte "como un soldado", para que su existencia equivocada acabe bien-, Manguel declara: "En la hora de la muerte, esas son las frases que me gustaria recordar". Lo suscribo. Pero mientras leia las palabras de Manguel no pude dejar de pnesar que el final de El desierto delos tártaros -uno de los más hermosos que conzco- es el reverso exacto del final de El proceso- uno de los mas atroces que conozco-, la novela de Franz Kafka, conq uein tantas veces se ha comparado a Buzzati. Mucha gente ha leÃdo El proceso; menos, sospecho, El desierto de los tártaros. Se trata de una fábula en la que un joven teniente llamado Giovanni Drogo es destinado a una remota fortaleza asediada por el desierto y por la amenzada de los tártaros que lo habitan. Sediento de gloria y de batallas, Drogo espera en vano la llegada de los tártaros, pero en esa espera se le va la vida. Este planteamiento es transparentemente kafkiano: la mayoria de los relatos y novelas de Kafka no son más que la hitoria de un minucioso e infinito aplazamiento (el K. de El proceso nunca llega a ser procesado, ni siquiera a averiguar de qué se le acusa; el agrimensor de El castillo nunca es recibido en el castillo). La resolución de la novela, en cambio, no puede er menos kafkiana. Porque al final de El desierto de los tártaros los tártaros llegan, pero la enfermedad y la vejez le impiden a Drogo satisfacer su sueño postergado de enfrentarse a ellos; lejos del combate y de la gloria, solo y anónimo en la habitación en penunbra de una posada, Drogo siente que se acerca el fin, y comprende que esa es la verdadera batalla, la que siempre habÃa estado esperando sin saberlo; entonces se incorpora un poco y se arregla un poco la guerrera, para recibir a la muerte como un hombre valiente. El final de El proceso, repito, es el reverso exacto de éste. Una noche, dos hombres con levita y sombrero de copa, pálidos y corteses, van a buscar a su casa al protagonista. K. ignora quienes son, pero -exhausto después de pasarse dÃas y dÃas perdido e nun laberinto de covachuelas absurdas y oficinas inhóspitas, tratando en vano de averiguar cuál es el delito de lque se le acusa- los isgue sin protestar. Los dos hombres lo llevana una cantera, y allà le clavan un cuchillo en el corazón. Antes de morir, K. ve cómo aquellos dos hombres, mejilla contra mejilla, le miran morir y piensa, "como si la vergüenza debiera sobrevivirlo", que está muriendo como un perro. No hay muerte más noble y más limpia que la de Drogo, que muere comprendiendo y asumiendo su destino, y muere a solas; no hay muerte más abyecta que la de K., que muere sin saber por qué muere, observado obscenamente por sus verdugos.
Los libros iluminan la vida, pero la vida también ilumina los libros; esa luz es a menudo atroz. Yo he leÃdo el libro de Alberto Manguel y he recordado los finales opuestos de los de Kafka y Buzzati justo en los dÃas en que los periódicos y las televisiones se llenaban de jóvenes y alegres americanos torturando iraquÃes, y también de militantes de Al Qaeda degollando a un muchacho americano. No sé si se ha reparado en el hecho de que, a la atrocidad perfecta de la tortura y al asesinato, se suma en esas imágenes el hecho de que el asesinato y la tortura sean públicos, de que los sonrientes verdugos no hayan olvidado infligir a sus vÃctimas la humillación última de convertir su dolor en espectáculo de masas, no hayan querido concederles la gracia mÃnima de morir como hombres y no como perros. Buzzatti nos consuela, pero Kafka tenÃa razón y no hay que engañarse: a las vÃctimas, la vergüenza las sobrevivirá; no a los verdugos.
(juer lo k hace el aburrimiento... no se si alguien se lo leera, xo al menos yo m entretube un caxo
