Porque tienen alguien de quien esconderse.
Lo siento, dice. Y cuando intenta volver a hablar se rompe, y yo ya roto y flaco y desnudo siento vértigo, porque una disculpa a veces es lo último que quieres oÃr. Créeme. Después de un orgasmo, lo último. Vete. Y algo te dice, escapa. Antes de seguir sin entender. Márchate y no habrá momento más penoso que éste. No dejes nada. Ella te da la espalda y tú recoges los pantalones del suelo. No habrá momento más penoso, te convences, ni ruido más embarazoso que el repicar de las llaves y botones y monedas. Ahora, más desagradable que el susurro de los cordones que se anudan, pocas cosas. Como otra disculpa, por ejemplo. Y no recuerdo haberme sentido nunca tan mal. En realidad, ahora mismo no recuerdo nada más allá del silencio. En realidad, en este mismo instante, lo único en que pienso es en que la puerta esté bien engrasada. Lo único que me preocupa por segundos. El silencio antes del alud. Aunque un chirrido ya no hubiese importado. Un chirrido ya no hubiese sido peor que el quejido de los muelles de la cama en levantarme. Y lo más doloroso es que quiero quedarme con toda mi alma, quedarme y quedarme loco. Pero no dejes nada, me digo. Me repito. Y dejo sólo mi olor. Y mientras marcho oigo el salpicar de un vómito en la taza del váter. A ella no la dejan amar a dos personas. Aunque no importa. Porque ella no sabe amar a dos personas. Por eso se le revuelven las tripas. El abismo es tan fondo que se marea. Por eso se le revuelven las tripas y vomita. Y llora. Vomita. Y si supiera que yo hablaba para que ella me mirara, que yo salÃa para que ella me tocara; si supiera que el mejor momento del dÃa era recordar esos momentos fugaces antes de dormir para endulzar la noche... Si lo supiera potarÃa hasta la bilis. Y se preguntarÃa por qué no pidió perdón la primera vez que nos encontramos bajo la mesa. Por qué no dejó el juego.
Con todo, volverÃa.
A ver si me vuelvo a habituar a pasarme y leer por aquÃ
