Antonio Rico
Seis viajes (más uno) a las Maravillas del Mundo Antiguo
La vuelta a la Antigüedad
Filón de Bizancio (o un escritor que decidió utilizar el nombre de este ingeniero griego del siglo II a. C.) dice en su «GuÃa de viaje por las Siete Maravillas del Mundo» que pocos han visto en persona esas maravillas, pues para hacerlo hay que navegar por el Éufrates, ir a Egipto, residir entre los griegos, marchar a Halicarnaso en Caria, poner rumbo a Rodas y visitar Éfeso en Jonia. Filón añade que el viajero empeñado en ver con sus propios ojos las Siete Maravillas quedará desfallecido por las fatigas del viaje, y sólo podrá ver satisfecho su deseo cuando hubiera pasado ya lo mejor de su vida. En el verano del año 2002, me propuse ver lo que queda (y muchas veces lo que no queda) de las Siete Maravillas del Mundo, y me concedà para hacerlo un plazo de diez años. No soy Phileas Fogg, no pertenezco al Reform Club, no estamos en el siglo XIX y, sobre todo, no puedo permitirme dar la vuelta al mundo antiguo en ochenta dÃas, asà que diez años me pareció un plazo razonable. Fracasé.
La lista de las Siete Maravillas del Mundo antiguo es la siguiente: las pirámides de Egipto, los Jardines Colgantes de Babilonia, la estatua de Zeus en Olimpia, el templo de Artemisa en Éfeso, el Mausoleo de Halicarnaso, el Faro de AlejandrÃa y el Coloso de Helios en Rodas. La lista, aunque varÃa según los autores y las épocas, no incluye el Partenón de Atenas, el Coliseo de Roma o el templo de Amón en Karnak, de tal forma que se podrÃa hacer una lista de las Siete Maravillas del Mundo antiguo no incluidas en las lista de las Siete Maravillas del Mundo antiguo. Pero eso es otra historia. Desde el verano de 2002 hasta el verano de 2011, he seguido las huellas de Filón, de AntÃpatro de Sidón, de Marco Terencio Varrón (que acuñó el término «maravillas del mundo» o «siete obras que deben ser admiradas en el mundo»), de Plinio el Viejo y hasta de Sergio Leone (su primera pelÃcula como director se titula «El Coloso de Rodas») en Egipto, Grecia, Caria, Rodas y Jonia, pero no he navegado por el Éufrates. Mi lista de Siete Maravillas, pues, se queda en Seis. Los Jardines Colgantes de Babilonia se encontraban, si es que existieron, cerca de la actual Bagdad, en Irak, tierra torturada por años de dictadura, guerra y terrorismo. No soy tan valiente como para arriesgar mi vida por unos Jardines, asà que prefiero reconocer mi fracaso y hacer un poquito de trampa.
A lo largo de siete semanas, pediré a los lectores de LA NUEVA ESPAÑA que me acompañen en un viaje alrededor del mundo antiguo con la excusa de las Siete Maravillas. Como los Jardines Colgantes de Babilonia tendrán que esperar a una época menos indigna, he sustituido los Jardines, cuya construcción se atribuye a Nabucodonosor II en el siglo VI a. C. (o también a SemÃramis), por un viaje a Ã�taca, la patria de Ulises. Serán, pues, seis viajes (más uno) a las Maravillas del Mundo antiguo. Filón de Bizancio, allá vamos.
Las maravillas del mundo antiguo
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(I) El tazón que venció a un dios
En el templo de Zeus en Olimpia

Lo que queda del templo de Zeus en Olimpia.

Templo de Apolo en la antigua Corinto.
El viaje de Atenas a Olimpia puede hacerse en unas horas o en varios dÃas. Elegà lo segundo. Olimpia está al oeste del Peloponeso, y es una falta de respeto a la «isla de Pélope» y al mismo Zeus llegar a Olimpia sin detenerse a contemplar el impresionante tajo del canal de Corinto y las columnas dóricas del templo de Apolo en la antigua Corinto, sin pasar una tarde paseando por las calles de la hermosa ciudad de Nauplio, sin subir a lo más alto del teatro de Epidauro para ver cómo los guÃas turÃsticos demuestran la perfecta acústica del edificio hablando muy bajito desde el centro de la orquesta, sin hacerse una foto bajo la puerta de los leones en Micenas? Y, sobre todo, preferà llegar a Olimpia después de pasar por Esparta.
Esparta decepcionará a los que lleguen a la patria de Leónidas esperando encontrarse con la Esparta y con los espartanos de la pelÃcula «300». La actual Esparta es un pueblo grandote aplastado por su historia, por su mito, por el sol de Grecia y por el cine norteamericano. ¿Qué queda de la antigua Esparta? Muy poco. Y es lógico. La Esparta clásica, a diferencia de Atenas, era una ciudad sin un centro urbano definido y sin templos y edificios majestuosos. El historiador TucÃdides (siglo V a. C.) explica mejor que nadie la esencia de Esparta cuando dice que si la ciudad fuera asolada y sólo quedaran los templos y los cimientos de los edificios, los hombres del mañana albergarÃan serias dudas sobre si la fuerza de los lacedemonios se correspondÃa con su fama, pues Esparta no tiene templos ni edificios suntuosos y no está constituida de manera unitaria, sino que está formada por aldeas dispersas. Por eso los que hoy visitan Esparta no deben sentirse decepcionados por los pobres restos de la llamada «tumba de Leónidas» o el desolador y silencioso minimalismo de su acrópolis. Esto es Esparta. Podemos hacernos una foto con la enorme estatua de Leónidas plantada cerca de la calle Leonidou, pero es mucho mejor pasar unos minutos en la desierta acrópolis y sentarse a merendar a orillas del rÃo Eurotas.
Y, por fin, Olimpia. Hace calor, la taquilla está cerrada y la entrada al recinto es gratis, muchÃsimos turistas achicharrados se acercan a las ruinas del templo de Zeus o se aprietan bajo la sombra del árbol más cercano como jugadores de fútbol después de un gol importantÃsimo. El aire de Olimpia se llena con los pitidos de los vigilantes, que utilizan sus silbatos cada vez que un visitante toca uno de los tambores de las columnas esparcidos por el suelo o se sube a una piedra del templo de Hera para hacer una foto con mejor perspectiva. Fue aquÃ, en el santuario de Olimpia, en la confluencia de los rÃos Alfeo y Cladeo, donde se celebraron los primeros Juegos OlÃmpicos, en el año 776 a. C. Cada cuatro años, atletas varones de todos los lugares del mundo helénico, que hablaban la misma lengua, adoraban a los mismos dioses y tenÃan similares costumbres, competÃan durante cinco dÃas, a finales de julio y principios de agosto, por la gloria, una corona de olivo y alguna cosilla más (los atletas también eran celebrados en poemas, recordados por medio de estatuas y recompensados con asignaciones económicas, manutención gratuita a expensas de la ciudad, derecho a ocupar un asiento de honor en los espectáculos públicos o exención de impuestos). Fue aquÃ, en Olimpia, donde Fidias esculpió la estatua de Zeus (siglo V a. C.), una de las Siete Maravillas del Mundo antiguo.
Fidias es también el autor de la estatua de Atenea Partenos del Partenón de Atenas. Casi nada. Acabemos pronto con el desagradable asunto de qué queda de todo ello. No queda nada. O queda mucho, pero no en marfil y oro, que eran los materiales con los que Fidias fabricó el sueño de representar al dios Zeus. El escritor griego Pausanias (siglo II a. C.) describió la estatua de Zeus con mucho detalle, y por él sabemos que el dios estaba sentado sobre un trono, con la mano derecha sosteniendo una Niké y en la mano izquierda un cetro. MedÃa alrededor de trece metros, no era de ese blanco purÃsimo con el que siempre imaginamos las esculturas griegas y, al parecer, tenÃa dos escaleritas por las que se podÃa subir hasta un corredor para ver de cerca el rostro de Zeus. Cesare Brandi dice en su precioso libro «Viaje a la Grecia antigua», citando a Pausanias, que Olimpia es muy húmeda, y por eso los antiguos griegos rociaban la estatua de Zeus con aceite de oliva. Esa ducha de aceite de oliva (que era recogida en la base por una especie de palangana) sobre el marfil y la madera hacÃa que contemplar una de las Siete Maravillas también significara aguantar un perenne olor a sebo.
El emperador CalÃgula (siglo I d. C.), siempre tan original, ordenó que llevaran a Roma las estatuas griegas más admiradas por su culto o por su arte. Entre ellas estaba, por supuesto, la estatua de Zeus en Olimpia. La intención de CalÃgula era sustituir la cabeza de Zeus por la suya propia (no su cabeza de carne y hueso, claro: el emperador no estaba tan loco). Dicen que la estatua de Zeus emitió una carcajada tan grande que los obreros encargados de su traslado dejaron caer las herramientas y echaron a correr dejando a CalÃgula con las ganas. Con lo que ya no pudo Zeus fue con los decretos del emperador Teodosio (siglo IV d. C.) que prohibÃan los cultos paganos, a partir de los cuales la decadencia de Olimpia fue imparable. Unos dicen que la estatua de Zeus fue trasladada a Constantinopla e instalada en el palacio de un rico comerciante, hasta que fue destruida por un incendio en el siglo V d. C. Para otros, la obra maestra de Fidias se perdió en la ruina, el saqueo, el fango y el olvido, como la misma Olimpia.
Nada queda de la estatua de Zeus, pero sà hay magnÃficos restos del templo de Zeus y de Hera, del bouleterion (sede del senado olÃmpico), la palestra, el estadio? A diferencia de otros famosos lugares arqueológicos como Troya, en Olimpia no hay que hacer grandes esfuerzos para imaginar cómo debieron ser los templos y edificios. Es más, en Olimpia es posible acceder al estadio por una entrada original del siglo III a. C., e incluso podemos permitirnos el lujo de correr en la misma pista que utilizaron los atletas griegos o sentarnos en las gradas del estadio de Olimpia, que eran (tal como todavÃa podemos verlas hoy) de tierra pisada pues, como explica Pausanias, sólo se construyeron asientos para el comité organizador. En los antiguos Juegos OlÃmpicos, la multitud acudÃa a ver la actuación de los atletas, pero también a hacer negocio, asà que el recinto estaba lleno de mercaderes, escultores, pintores, videntes, vendedores de comida y bebida, prostitutas, magos, acróbatas, charlatanes? No muy diferente del ambiente que hoy podemos encontrar en los alrededores de un estadio de fútbol antes de un gran partido. Si visitan Olimpia, no olviden correr unos metros (hace mucho calor) en el estadio y ponerse después en la cabeza una corona de olivo.
Los decretos imperiales, los terremotos, el asalto de hérulos y godos (entre otros pueblos) y los aluviones del rÃo Alfeo destruyeron Olimpia, que quedó sepultada y olvidada bajo una capa de dos metros de tierra. El arqueólogo alemán Ernst Curpius inició excavaciones en la zona en 1875 y consiguió sacar a la luz los restos del complejo religioso y deportivo que era Olimpia, y maravillas como la estatua de Hermes de PraxÃteles, que hoy se puede contemplar en el Museo Arqueológico de Olimpia. La estatua de Hermes, desnudo y protegiendo a Dionisos niño, tiene una sala para ella sola. Después del calor de Olimpia, es agradable disfrutar del aire acondicionado y del genio de PraxÃteles con la suficiente comodidad y amplitud. Pero hay en Olimpia algo todavÃa más emocionante que la estatua de Hermes, las columnas elegantemente caÃdas del templo de Zeus, las columnas reconstruidas de la palestra o los restos del leonidaion, donde se alojaban los huéspedes distinguidos. El taller de Fidias.
El taller del gran escultor fue descubierto en la década de los años cincuenta del pasado siglo. Aunque el edificio es uno de los mejor conservados de Olimpia, son pocos los visitantes que se permiten el placer de entrar en el lugar de trabajo de Fidias. El taller fue construido en torno al año 440 a. C. y fue transformado en basÃlica en el siglo V d. C., asà que el aspecto actual del edificio es una sugerente mezcla de cimientos clásicos y paredes cristianas. Aunque los arqueólogos no encontraron restos que nos permitieran saber cómo era exactamente la estatua de Zeus, sà que aparecieron en el taller moldes de arcilla, espátulas, buriles y un tazón con la inscripción «pertenezco a Fidias». Un tazón dice más que mil palabras. AhÃ, en ese espacio con las mismas dimensiones que el lugar del templo donde iba a situarse la estatua de Zeus, trabajó Fidias. Ahà pasó cientos de horas. Ahà tenÃa sus instrumentos y sus objetos personales. Ahà utilizó ese tazón graciosamente personalizado.
No queda nada de la estatua de Zeus en Olimpia, una de las Maravillas del Mundo antiguo, pero siempre nos quedarán su recuerdo y el tazón de Fidias.
En el templo de Zeus en Olimpia

Lo que queda del templo de Zeus en Olimpia.

Templo de Apolo en la antigua Corinto.
El viaje de Atenas a Olimpia puede hacerse en unas horas o en varios dÃas. Elegà lo segundo. Olimpia está al oeste del Peloponeso, y es una falta de respeto a la «isla de Pélope» y al mismo Zeus llegar a Olimpia sin detenerse a contemplar el impresionante tajo del canal de Corinto y las columnas dóricas del templo de Apolo en la antigua Corinto, sin pasar una tarde paseando por las calles de la hermosa ciudad de Nauplio, sin subir a lo más alto del teatro de Epidauro para ver cómo los guÃas turÃsticos demuestran la perfecta acústica del edificio hablando muy bajito desde el centro de la orquesta, sin hacerse una foto bajo la puerta de los leones en Micenas? Y, sobre todo, preferà llegar a Olimpia después de pasar por Esparta.
Esparta decepcionará a los que lleguen a la patria de Leónidas esperando encontrarse con la Esparta y con los espartanos de la pelÃcula «300». La actual Esparta es un pueblo grandote aplastado por su historia, por su mito, por el sol de Grecia y por el cine norteamericano. ¿Qué queda de la antigua Esparta? Muy poco. Y es lógico. La Esparta clásica, a diferencia de Atenas, era una ciudad sin un centro urbano definido y sin templos y edificios majestuosos. El historiador TucÃdides (siglo V a. C.) explica mejor que nadie la esencia de Esparta cuando dice que si la ciudad fuera asolada y sólo quedaran los templos y los cimientos de los edificios, los hombres del mañana albergarÃan serias dudas sobre si la fuerza de los lacedemonios se correspondÃa con su fama, pues Esparta no tiene templos ni edificios suntuosos y no está constituida de manera unitaria, sino que está formada por aldeas dispersas. Por eso los que hoy visitan Esparta no deben sentirse decepcionados por los pobres restos de la llamada «tumba de Leónidas» o el desolador y silencioso minimalismo de su acrópolis. Esto es Esparta. Podemos hacernos una foto con la enorme estatua de Leónidas plantada cerca de la calle Leonidou, pero es mucho mejor pasar unos minutos en la desierta acrópolis y sentarse a merendar a orillas del rÃo Eurotas.
Y, por fin, Olimpia. Hace calor, la taquilla está cerrada y la entrada al recinto es gratis, muchÃsimos turistas achicharrados se acercan a las ruinas del templo de Zeus o se aprietan bajo la sombra del árbol más cercano como jugadores de fútbol después de un gol importantÃsimo. El aire de Olimpia se llena con los pitidos de los vigilantes, que utilizan sus silbatos cada vez que un visitante toca uno de los tambores de las columnas esparcidos por el suelo o se sube a una piedra del templo de Hera para hacer una foto con mejor perspectiva. Fue aquÃ, en el santuario de Olimpia, en la confluencia de los rÃos Alfeo y Cladeo, donde se celebraron los primeros Juegos OlÃmpicos, en el año 776 a. C. Cada cuatro años, atletas varones de todos los lugares del mundo helénico, que hablaban la misma lengua, adoraban a los mismos dioses y tenÃan similares costumbres, competÃan durante cinco dÃas, a finales de julio y principios de agosto, por la gloria, una corona de olivo y alguna cosilla más (los atletas también eran celebrados en poemas, recordados por medio de estatuas y recompensados con asignaciones económicas, manutención gratuita a expensas de la ciudad, derecho a ocupar un asiento de honor en los espectáculos públicos o exención de impuestos). Fue aquÃ, en Olimpia, donde Fidias esculpió la estatua de Zeus (siglo V a. C.), una de las Siete Maravillas del Mundo antiguo.
Fidias es también el autor de la estatua de Atenea Partenos del Partenón de Atenas. Casi nada. Acabemos pronto con el desagradable asunto de qué queda de todo ello. No queda nada. O queda mucho, pero no en marfil y oro, que eran los materiales con los que Fidias fabricó el sueño de representar al dios Zeus. El escritor griego Pausanias (siglo II a. C.) describió la estatua de Zeus con mucho detalle, y por él sabemos que el dios estaba sentado sobre un trono, con la mano derecha sosteniendo una Niké y en la mano izquierda un cetro. MedÃa alrededor de trece metros, no era de ese blanco purÃsimo con el que siempre imaginamos las esculturas griegas y, al parecer, tenÃa dos escaleritas por las que se podÃa subir hasta un corredor para ver de cerca el rostro de Zeus. Cesare Brandi dice en su precioso libro «Viaje a la Grecia antigua», citando a Pausanias, que Olimpia es muy húmeda, y por eso los antiguos griegos rociaban la estatua de Zeus con aceite de oliva. Esa ducha de aceite de oliva (que era recogida en la base por una especie de palangana) sobre el marfil y la madera hacÃa que contemplar una de las Siete Maravillas también significara aguantar un perenne olor a sebo.
El emperador CalÃgula (siglo I d. C.), siempre tan original, ordenó que llevaran a Roma las estatuas griegas más admiradas por su culto o por su arte. Entre ellas estaba, por supuesto, la estatua de Zeus en Olimpia. La intención de CalÃgula era sustituir la cabeza de Zeus por la suya propia (no su cabeza de carne y hueso, claro: el emperador no estaba tan loco). Dicen que la estatua de Zeus emitió una carcajada tan grande que los obreros encargados de su traslado dejaron caer las herramientas y echaron a correr dejando a CalÃgula con las ganas. Con lo que ya no pudo Zeus fue con los decretos del emperador Teodosio (siglo IV d. C.) que prohibÃan los cultos paganos, a partir de los cuales la decadencia de Olimpia fue imparable. Unos dicen que la estatua de Zeus fue trasladada a Constantinopla e instalada en el palacio de un rico comerciante, hasta que fue destruida por un incendio en el siglo V d. C. Para otros, la obra maestra de Fidias se perdió en la ruina, el saqueo, el fango y el olvido, como la misma Olimpia.
Nada queda de la estatua de Zeus, pero sà hay magnÃficos restos del templo de Zeus y de Hera, del bouleterion (sede del senado olÃmpico), la palestra, el estadio? A diferencia de otros famosos lugares arqueológicos como Troya, en Olimpia no hay que hacer grandes esfuerzos para imaginar cómo debieron ser los templos y edificios. Es más, en Olimpia es posible acceder al estadio por una entrada original del siglo III a. C., e incluso podemos permitirnos el lujo de correr en la misma pista que utilizaron los atletas griegos o sentarnos en las gradas del estadio de Olimpia, que eran (tal como todavÃa podemos verlas hoy) de tierra pisada pues, como explica Pausanias, sólo se construyeron asientos para el comité organizador. En los antiguos Juegos OlÃmpicos, la multitud acudÃa a ver la actuación de los atletas, pero también a hacer negocio, asà que el recinto estaba lleno de mercaderes, escultores, pintores, videntes, vendedores de comida y bebida, prostitutas, magos, acróbatas, charlatanes? No muy diferente del ambiente que hoy podemos encontrar en los alrededores de un estadio de fútbol antes de un gran partido. Si visitan Olimpia, no olviden correr unos metros (hace mucho calor) en el estadio y ponerse después en la cabeza una corona de olivo.
Los decretos imperiales, los terremotos, el asalto de hérulos y godos (entre otros pueblos) y los aluviones del rÃo Alfeo destruyeron Olimpia, que quedó sepultada y olvidada bajo una capa de dos metros de tierra. El arqueólogo alemán Ernst Curpius inició excavaciones en la zona en 1875 y consiguió sacar a la luz los restos del complejo religioso y deportivo que era Olimpia, y maravillas como la estatua de Hermes de PraxÃteles, que hoy se puede contemplar en el Museo Arqueológico de Olimpia. La estatua de Hermes, desnudo y protegiendo a Dionisos niño, tiene una sala para ella sola. Después del calor de Olimpia, es agradable disfrutar del aire acondicionado y del genio de PraxÃteles con la suficiente comodidad y amplitud. Pero hay en Olimpia algo todavÃa más emocionante que la estatua de Hermes, las columnas elegantemente caÃdas del templo de Zeus, las columnas reconstruidas de la palestra o los restos del leonidaion, donde se alojaban los huéspedes distinguidos. El taller de Fidias.
El taller del gran escultor fue descubierto en la década de los años cincuenta del pasado siglo. Aunque el edificio es uno de los mejor conservados de Olimpia, son pocos los visitantes que se permiten el placer de entrar en el lugar de trabajo de Fidias. El taller fue construido en torno al año 440 a. C. y fue transformado en basÃlica en el siglo V d. C., asà que el aspecto actual del edificio es una sugerente mezcla de cimientos clásicos y paredes cristianas. Aunque los arqueólogos no encontraron restos que nos permitieran saber cómo era exactamente la estatua de Zeus, sà que aparecieron en el taller moldes de arcilla, espátulas, buriles y un tazón con la inscripción «pertenezco a Fidias». Un tazón dice más que mil palabras. AhÃ, en ese espacio con las mismas dimensiones que el lugar del templo donde iba a situarse la estatua de Zeus, trabajó Fidias. Ahà pasó cientos de horas. Ahà tenÃa sus instrumentos y sus objetos personales. Ahà utilizó ese tazón graciosamente personalizado.
No queda nada de la estatua de Zeus en Olimpia, una de las Maravillas del Mundo antiguo, pero siempre nos quedarán su recuerdo y el tazón de Fidias.
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(II) En el Mausoleo de Halicarnaso
Las ruinas se encuentran perdidas en una esquina de la moderna ciudad turca de Bodrum

Una vista parcial del Mausoleo, con viviendas al fondo.
Merece la pena llegar a Bodrum, la antigua Halicarnaso, en la costa turca del mar Egeo, a bordo de un barco. Digamos, puestos a exagerar, que en un vuelo chárter se llega a Bodrum, mientras que en barco llegamos a Halicarnaso. Es una forma de verlo. Halicarnaso es la ciudad donde nació el historiador Herodoto (siglo V a. C.), que tiene una bonita estatua cerca del mar, y el lugar donde se encontraba el Mausoleo, una de las Maravillas del Mundo Antiguo. Bodrum es una ciudad entre bulliciosa y tranquila, turÃstica y encantadora, sofisticada y tradicional, llena de ruidosas discotecas como la Halikarnas Disco y de casitas blancas, puertos deportivos y playas, un castillo imponente y los despojos de la tumba más famosa de la Antigüedad. Por eso creo que un barco nos lleva al Mausoleo de Halicarnaso y un avión nos mete de lleno en la discoteca Halikarnas de Bodrum. Pero ya digo que exagero.
Supongamos que estamos en Halicarnaso o incluso en Bodrum. Supongamos también que queremos visitar las ruinas del Mausoleo. Vale. Supongamos que hemos desayunado en el puerto occidental y luego vamos dando un paseo por Neyzen Tevfik Caddesi. Subimos por Hamam Sokak y, en unos pocos minutos, llegamos a Turgutreis Caddesi. Ahà deberÃa estar lo que queda del Mausoleo. Ejem. ¿AhÃ? Pero, ¿el Mausoleo no era un edificio muy grande? ¿Nos habremos perdido? Vamos a ver. Turgutreis esquina con Hamam Sokak. Pues sÃ, es aquÃ. Preguntemos a este señor. ¿El Mausoleo, lütfen? El señor, con maravillosa amabilidad turca, sonrÃe mientras agarra del brazo al visitante y señala con el dedo el espacio que queda unos metros a su izquierda. AllÃ, esparcidos por el suelo, parece que hay unos cuantos fragmentos de columnas. SÃ, ahà estuvo el Mausoleo de Halicarnaso. Pues vaya.
Las columnas caÃdas del templo de Apolo en DÃdima, al norte de Bodrum, son de una belleza sobrecogedora, a pesar de que alguien dijo que era como si un camión cargado con bloques de hielo hubiera esparcido su contenido por el lugar. Algo parecido se puede decir de las ruinas del templo de Atenea en PrÃene. Las basas y los tambores de columnas acanaladas de mármol caóticamente esparcidas por el pequeño recinto del Mausoleo no tienen, a primera vista, el encanto de PrÃene o de DÃdima, pero es que los primeros vistazos son muy traicioneros. Hay que sentir la Historia, respirar el aroma de esos trozos de mármol envueltos en un enorme vacÃo. Les aconsejo que no se vayan de Halicarnaso, o de Bodrum, sin pagar la entrada a las ruinas del Mausoleo, contemplar las maquetas que reconstruyen el aspecto que, según se cree, tenÃa el edificio y pasear entre los despojos de mármol rozándolos de vez en cuando con la yema de los dedos. No se arrepentirán. Después, pueden alquilar un barquito que les lleve a una playa, visitar el castillo de San Pedro, dejarse llevar por las delicias turcas del Hamam o incluso tomar una copa en la discoteca Halikarnas. Todo eso está muy bien. Pero lo primero es lo primero. Y lo primero es el Mausoleo de Halicarnaso.
El Mausoleo es la tumba del rey Mausolo, que reinó en Caria (territorio que pertenecÃa el Imperio persa) en el siglo IV a. C. Tras la muerte de Mausolo, su esposa Artemisa II hizo construir una tumba monumental en la que trabajaron los mejores artistas y maestros de obras de la época: Escopas, Fileas, Piteo, Satiros, Briaxis, Timoteo, Léocares? Era grande. Muy grande. Más de cuarenta metros de altura y tres cuerpos: un podio en el que se encontraba la cámara funeraria del rey, una plataforma rodeada por treinta y seis columnas jónicas y adornada con estatuas, pinturas y frisos, y un tercer cuerpo piramidal rematado por una cuadriga conducida por Mausolo y Artemisa. Mármol y bronce. Mucho mármol y mucho bronce. Aunque el Mausoleo aguantó bastante bien durante unos mil quinientos años, no pudo soportar el paso del tiempo en forma de invasiones, expolios, terremotos y caballeros hospitalarios de San Juan. Estos caballeros arrasaron el Mausoleo y utilizaron muchas de sus piedras en la construcción del castillo de San Pedro (principios del siglo XV). Este castillo alberga hoy un maravilloso Museo de ArqueologÃa Subacuática con una de las mejores colecciones de ánforas del mundo (datan del siglo XIV a. C.), y la sala de los pecios de la Edad del Bronce muestra objetos tan delicados como un escarabajo de oro de la reina Nefertiti, la famosa esposa del faraón Akhenatón. Las maravillosas vistas desde las torres del castillo y el fresco café del patio, en el que se puede descansar entre estatuas griegas y romanas saboreando un té de manzana, son placeres añadidos a la excitante búsqueda de bloques de mármol que pudieron formar parte del Mausoleo. ¿Quieren sentirse como Indiana Jones? Entonces sólo tienen que comprarse un sombrero y pasear en busca del bloque perdido por el castillo erigido por los caballeros de San Juan.
Si, con todo, el visitante queda decepcionado con lo que queda en Bodrum del Mausoleo de Halicarnaso, puede ver en el Museo Arqueológico de Estambul la estatua de un león que formó parte de la decoración del Mausoleo y, como casi siempre, le quedará el recurso del Museo Británico. El Museo londinense expone fragmentos de la estatua de un caballo, parte del friso y dos supuestas, y dañadas, estatuas de Mausolo y Artemisa. ¿Por qué hay que ir al Museo Británico para ver lo que es de la actual Bodrum? ¡Ah! Cosas de la Historia. Es cierto que fue el arqueólogo británico sir Charles Thomas Newton quien inició los trabajos de excavación en el Mausoleo en 1857, pero de ahà a que el Museo Británico tenga derecho perpetuo a ocupar una de sus salas con algunos de los pocos tesoros conservados del Mausoleo, hay un abismo. Por desgracia, está lejos el dÃa en que por fin los mármoles del Partenón arrancados por lord Elgin vuelvan a Atenas y la Piedra de Rosetta regrese a Egipto, pero puede que la vuelta a casa de los más humildes restos del Mausoleo de Halicarnaso sea más fácil de conseguir. O no. ¿Dónde deberÃan estar los mármoles del Partenón? Melina Mercuri, entonces ministra griega, respondió a la pregunta citando al poeta Ritsos: «Estas piedras no cuadran con un cielo más pequeño». Quizás haya llegado el momento de que algún ministro turco diga en voz alta que la estatua de Mausolo no cuadra con un cielo más pequeño que el de la patria de Herodoto.
Si los restos del Mausoleo y la búsqueda de bloques perdidos en el castillo de San Pedro no consiguen apagar la sed de arqueologÃa del visitante, la solución es dirigirse al excelentemente conservado (y restaurado) teatro construido en el siglo IV a. C., al que se puede llegar dando un corto paseo desde el Mausoleo, aunque lo más probable es que esté cerrado y tenga que conformarse con echar un vistazo desde la carretera. Pero no quiero dar la impresión de que la visita al Mausoleo decepciona tanto que necesita de las muletas de un castillo o de un teatro antiguo para compensar el viaje. En absoluto es asÃ. Pausanias dice que la tumba de Mausolo era tan grande y toda su factura tan hermosa que incluso los romanos, debido a la gran admiración que por ella sentÃan, llaman mausoleos a las tumbas que en su tierra son reseñables. TodavÃa hoy utilizamos la palabra «mausoleo» para referirnos a un sepulcro magnÃfico y suntuoso. ¿No les parece maravilloso poder pisar el lugar que dio origen a una palabra tan sonora, tan familiar y a la vez tan misteriosa? ¿No creen que pasear sin rumbo entre los bloques caÃdos de la orgullosa tumba de Mausolo y reconstruir el edificio utilizando la imaginación es una buena medicina para el espÃritu? Dicen que Artemisa, la esposa de Mausolo, bebÃa cada dÃa una copa de vino en la que mezclaba cenizas del cuerpo incinerado de su marido (pueden contemplar esta escena en un cuadro de Rembrandt expuesto en el Museo del Prado). ¿Artemisa enloqueció de amor? ¿No habrÃa dado Artemisa todo el mármol del Mausoleo por disfrutar tan sólo un dÃa más de la compañÃa de Mausolo?
En sus divertidos y sabios «Diálogos de los muertos», Luciano de Samosata (siglo II d. C.) narra el encuentro en los Infiernos entre el filósofo cÃnico Diógenes de SÃnope y el rey Mausolo. Diógenes se burla de Mausolo diciendo que un juez no sabrÃa decir por qué razón su cráneo, siendo el cráneo de un rey, deberÃa recibir más honores que el cráneo de un filósofo pobretón. En cuanto a la famosa y espléndida tumba de Mausolo, Diógenes cree que para lo único que sirve es para que, aplastado por tal montón de piedra, el cadáver del rey soporte un peso mayor que el de los demás. Entiendo a Diógenes, pero sin Mausolo (y sin Artemisa) no habrÃa habido Mausoleo, al igual que sin Keops no tendrÃamos la Gran Pirámide y sin Ptolomeo I Sóter y Ptolomeo II Filadelfo no soñarÃamos con el Faro de AlejandrÃa mientras contemplamos el Mediterráneo desde la Cornisa, ese fascinante paseo que circunvala la ciudad fundada por Alejandro Magno.
El cráneo de Mausolo ya sólo existe en los diálogos de Luciano de Samosata, pero el lugar donde se construyó su Mausoleo está en la confluencia de dos calles de Bodrum. Ya saben, la antigua Halicarnaso.
Las ruinas se encuentran perdidas en una esquina de la moderna ciudad turca de Bodrum

Una vista parcial del Mausoleo, con viviendas al fondo.
Merece la pena llegar a Bodrum, la antigua Halicarnaso, en la costa turca del mar Egeo, a bordo de un barco. Digamos, puestos a exagerar, que en un vuelo chárter se llega a Bodrum, mientras que en barco llegamos a Halicarnaso. Es una forma de verlo. Halicarnaso es la ciudad donde nació el historiador Herodoto (siglo V a. C.), que tiene una bonita estatua cerca del mar, y el lugar donde se encontraba el Mausoleo, una de las Maravillas del Mundo Antiguo. Bodrum es una ciudad entre bulliciosa y tranquila, turÃstica y encantadora, sofisticada y tradicional, llena de ruidosas discotecas como la Halikarnas Disco y de casitas blancas, puertos deportivos y playas, un castillo imponente y los despojos de la tumba más famosa de la Antigüedad. Por eso creo que un barco nos lleva al Mausoleo de Halicarnaso y un avión nos mete de lleno en la discoteca Halikarnas de Bodrum. Pero ya digo que exagero.
Supongamos que estamos en Halicarnaso o incluso en Bodrum. Supongamos también que queremos visitar las ruinas del Mausoleo. Vale. Supongamos que hemos desayunado en el puerto occidental y luego vamos dando un paseo por Neyzen Tevfik Caddesi. Subimos por Hamam Sokak y, en unos pocos minutos, llegamos a Turgutreis Caddesi. Ahà deberÃa estar lo que queda del Mausoleo. Ejem. ¿AhÃ? Pero, ¿el Mausoleo no era un edificio muy grande? ¿Nos habremos perdido? Vamos a ver. Turgutreis esquina con Hamam Sokak. Pues sÃ, es aquÃ. Preguntemos a este señor. ¿El Mausoleo, lütfen? El señor, con maravillosa amabilidad turca, sonrÃe mientras agarra del brazo al visitante y señala con el dedo el espacio que queda unos metros a su izquierda. AllÃ, esparcidos por el suelo, parece que hay unos cuantos fragmentos de columnas. SÃ, ahà estuvo el Mausoleo de Halicarnaso. Pues vaya.
Las columnas caÃdas del templo de Apolo en DÃdima, al norte de Bodrum, son de una belleza sobrecogedora, a pesar de que alguien dijo que era como si un camión cargado con bloques de hielo hubiera esparcido su contenido por el lugar. Algo parecido se puede decir de las ruinas del templo de Atenea en PrÃene. Las basas y los tambores de columnas acanaladas de mármol caóticamente esparcidas por el pequeño recinto del Mausoleo no tienen, a primera vista, el encanto de PrÃene o de DÃdima, pero es que los primeros vistazos son muy traicioneros. Hay que sentir la Historia, respirar el aroma de esos trozos de mármol envueltos en un enorme vacÃo. Les aconsejo que no se vayan de Halicarnaso, o de Bodrum, sin pagar la entrada a las ruinas del Mausoleo, contemplar las maquetas que reconstruyen el aspecto que, según se cree, tenÃa el edificio y pasear entre los despojos de mármol rozándolos de vez en cuando con la yema de los dedos. No se arrepentirán. Después, pueden alquilar un barquito que les lleve a una playa, visitar el castillo de San Pedro, dejarse llevar por las delicias turcas del Hamam o incluso tomar una copa en la discoteca Halikarnas. Todo eso está muy bien. Pero lo primero es lo primero. Y lo primero es el Mausoleo de Halicarnaso.
El Mausoleo es la tumba del rey Mausolo, que reinó en Caria (territorio que pertenecÃa el Imperio persa) en el siglo IV a. C. Tras la muerte de Mausolo, su esposa Artemisa II hizo construir una tumba monumental en la que trabajaron los mejores artistas y maestros de obras de la época: Escopas, Fileas, Piteo, Satiros, Briaxis, Timoteo, Léocares? Era grande. Muy grande. Más de cuarenta metros de altura y tres cuerpos: un podio en el que se encontraba la cámara funeraria del rey, una plataforma rodeada por treinta y seis columnas jónicas y adornada con estatuas, pinturas y frisos, y un tercer cuerpo piramidal rematado por una cuadriga conducida por Mausolo y Artemisa. Mármol y bronce. Mucho mármol y mucho bronce. Aunque el Mausoleo aguantó bastante bien durante unos mil quinientos años, no pudo soportar el paso del tiempo en forma de invasiones, expolios, terremotos y caballeros hospitalarios de San Juan. Estos caballeros arrasaron el Mausoleo y utilizaron muchas de sus piedras en la construcción del castillo de San Pedro (principios del siglo XV). Este castillo alberga hoy un maravilloso Museo de ArqueologÃa Subacuática con una de las mejores colecciones de ánforas del mundo (datan del siglo XIV a. C.), y la sala de los pecios de la Edad del Bronce muestra objetos tan delicados como un escarabajo de oro de la reina Nefertiti, la famosa esposa del faraón Akhenatón. Las maravillosas vistas desde las torres del castillo y el fresco café del patio, en el que se puede descansar entre estatuas griegas y romanas saboreando un té de manzana, son placeres añadidos a la excitante búsqueda de bloques de mármol que pudieron formar parte del Mausoleo. ¿Quieren sentirse como Indiana Jones? Entonces sólo tienen que comprarse un sombrero y pasear en busca del bloque perdido por el castillo erigido por los caballeros de San Juan.
Si, con todo, el visitante queda decepcionado con lo que queda en Bodrum del Mausoleo de Halicarnaso, puede ver en el Museo Arqueológico de Estambul la estatua de un león que formó parte de la decoración del Mausoleo y, como casi siempre, le quedará el recurso del Museo Británico. El Museo londinense expone fragmentos de la estatua de un caballo, parte del friso y dos supuestas, y dañadas, estatuas de Mausolo y Artemisa. ¿Por qué hay que ir al Museo Británico para ver lo que es de la actual Bodrum? ¡Ah! Cosas de la Historia. Es cierto que fue el arqueólogo británico sir Charles Thomas Newton quien inició los trabajos de excavación en el Mausoleo en 1857, pero de ahà a que el Museo Británico tenga derecho perpetuo a ocupar una de sus salas con algunos de los pocos tesoros conservados del Mausoleo, hay un abismo. Por desgracia, está lejos el dÃa en que por fin los mármoles del Partenón arrancados por lord Elgin vuelvan a Atenas y la Piedra de Rosetta regrese a Egipto, pero puede que la vuelta a casa de los más humildes restos del Mausoleo de Halicarnaso sea más fácil de conseguir. O no. ¿Dónde deberÃan estar los mármoles del Partenón? Melina Mercuri, entonces ministra griega, respondió a la pregunta citando al poeta Ritsos: «Estas piedras no cuadran con un cielo más pequeño». Quizás haya llegado el momento de que algún ministro turco diga en voz alta que la estatua de Mausolo no cuadra con un cielo más pequeño que el de la patria de Herodoto.
Si los restos del Mausoleo y la búsqueda de bloques perdidos en el castillo de San Pedro no consiguen apagar la sed de arqueologÃa del visitante, la solución es dirigirse al excelentemente conservado (y restaurado) teatro construido en el siglo IV a. C., al que se puede llegar dando un corto paseo desde el Mausoleo, aunque lo más probable es que esté cerrado y tenga que conformarse con echar un vistazo desde la carretera. Pero no quiero dar la impresión de que la visita al Mausoleo decepciona tanto que necesita de las muletas de un castillo o de un teatro antiguo para compensar el viaje. En absoluto es asÃ. Pausanias dice que la tumba de Mausolo era tan grande y toda su factura tan hermosa que incluso los romanos, debido a la gran admiración que por ella sentÃan, llaman mausoleos a las tumbas que en su tierra son reseñables. TodavÃa hoy utilizamos la palabra «mausoleo» para referirnos a un sepulcro magnÃfico y suntuoso. ¿No les parece maravilloso poder pisar el lugar que dio origen a una palabra tan sonora, tan familiar y a la vez tan misteriosa? ¿No creen que pasear sin rumbo entre los bloques caÃdos de la orgullosa tumba de Mausolo y reconstruir el edificio utilizando la imaginación es una buena medicina para el espÃritu? Dicen que Artemisa, la esposa de Mausolo, bebÃa cada dÃa una copa de vino en la que mezclaba cenizas del cuerpo incinerado de su marido (pueden contemplar esta escena en un cuadro de Rembrandt expuesto en el Museo del Prado). ¿Artemisa enloqueció de amor? ¿No habrÃa dado Artemisa todo el mármol del Mausoleo por disfrutar tan sólo un dÃa más de la compañÃa de Mausolo?
En sus divertidos y sabios «Diálogos de los muertos», Luciano de Samosata (siglo II d. C.) narra el encuentro en los Infiernos entre el filósofo cÃnico Diógenes de SÃnope y el rey Mausolo. Diógenes se burla de Mausolo diciendo que un juez no sabrÃa decir por qué razón su cráneo, siendo el cráneo de un rey, deberÃa recibir más honores que el cráneo de un filósofo pobretón. En cuanto a la famosa y espléndida tumba de Mausolo, Diógenes cree que para lo único que sirve es para que, aplastado por tal montón de piedra, el cadáver del rey soporte un peso mayor que el de los demás. Entiendo a Diógenes, pero sin Mausolo (y sin Artemisa) no habrÃa habido Mausoleo, al igual que sin Keops no tendrÃamos la Gran Pirámide y sin Ptolomeo I Sóter y Ptolomeo II Filadelfo no soñarÃamos con el Faro de AlejandrÃa mientras contemplamos el Mediterráneo desde la Cornisa, ese fascinante paseo que circunvala la ciudad fundada por Alejandro Magno.
El cráneo de Mausolo ya sólo existe en los diálogos de Luciano de Samosata, pero el lugar donde se construyó su Mausoleo está en la confluencia de dos calles de Bodrum. Ya saben, la antigua Halicarnaso.
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(III) La influencia de Helios en la paella
En el Coloso de Rodas, magna obra de corta vida de la que conservamos una falsa imagen.

Lindos, a los pies de la acrópolis.

La entrada al puerto de Mandraki.
Isla de Rodas, en el Dodecaneso. Rodas capital. Puerto de Mandraki. Dos columnas de mármol coronadas cada una por la estatua de un cérvido (ciervos o quizá renos) señalan el lugar donde supuestamente se erigÃa el Coloso de Rodas, una de las maravillas del Mundo Antiguo. ¿Dos columnas? ¿Seguro? No nos pongamos nerviosos. En julio de 2009, cuando llegué a Rodas con el estómago vacÃo y los ojos llenos de imágenes del Coloso, no encontré ni rastro de la colosal estatua de Helios, pero los libros ya me lo habÃan advertido. El caso es que tampoco encontré las dos columnas que vigilan la entrada del puerto de Mandraki, sino sólo una. Pregunté al primer tipo que no llevaba pantalón corto, gorro, gafas de sol y sandalias con la esperanza de que fuera un lugareño ocioso que pudiera informarme, pero no sólo resultó ser tan turista como yo, sino que no sabÃa nada de columnas ni de colosos. No hay que darle más vueltas. Ni rastro del Coloso y ni rastro de una de las columnas del puerto. La foto de rigor perderá mucho, pero asà son las cosas. No habÃa ido a Rodas para ver estatuas gigantes ni ciervos. Estaba allà por el lugar, por la historia y por el mito.
La estatua de Helios que hoy conocemos como Coloso de Rodas conmemoraba la victoria de los habitantes de Rodas ante las tropas de Demetrio Poliorcetes («el que asedia ciudades»). Los rodios adoraban especialmente a Helios, el Sol, y como agradecimiento por haberles librado de asedio, construyeron el famoso Coloso tras vender el botÃn constituido por las máquinas de guerra abandonadas por Demetrio, aunque otros dicen que Demetrio se las regaló a los rodios (incluida la famosa torre de asalto Helépolis) admirado por la resistencia de su ciudad, pero con el encargo de venderlas para conseguir fondos con que levantar un gran monumento conmemorativo del asedio. Dicho y hecho. La estatua se encargó tras finalizar el asedio de Rodas en 304 a. C. al escultor Cares de Lindos, discÃpulo de Lisipo, y se terminó doce años más tarde, en 292 a. C. Los rodios encargaron un kolossós, que en el dialecto dorio de Rodas significaba «estatua», pero era tan grande que la palabra «coloso» adquirió el significado de una estatua de una magnitud que excede mucho de la natural, y todavÃa hoy utilizamos el adjetivo «colosal» para referirnos a algo enorme, de dimensiones extraordinarias. ¿Era tan colosal el Coloso de Rodas? ¿Era tan enorme?
Parece que sÃ. Estrabón asegura que el Coloso medÃa unos treinta metros de altura (bastante más que la estatua de Zeus en Olimpia), pero poco más podemos decir acerca de esta estatua de bronce de dimensiones extraordinarias. No se conserva ninguna descripción fiable del Coloso, aunque parece que representaba a Helios sosteniendo una antorcha en una de sus manos (si es asÃ, el Coloso habrÃa funcionado como faro), y en muchas imágenes el Coloso aparece equipado con un arco que lleva cruzado a la espalda. La imagen que todos tenemos del Coloso en la cabeza es la de un señor enorme con un pie apoyado en cada uno de los diques de la dársena de entrada al puerto, de tal forma que los barcos que llegaban o salÃan de Rodas tenÃan que pasar por debajo de sus piernas. La imagen es muy sugerente, pero probablemente falsa, ya que es una idea que se estableció muy a finales de la Edad Media. Parece más bien que el Coloso se erigÃa sobre sus dos pies juntos, sobre un promontorio que dominaba la entrada al puerto de Rodas, y no a horcajadas de la bocana del puerto, como muestran la divertida pelÃcula de Sergio Leone titulada «El Coloso de Rodas» y el precioso grabado de Maarten van Heemskerck, una de las representaciones más famosas del Coloso. Desde el Renacimiento, la imagen que se ha popularizado del Coloso es, sin embargo, la de una gran estatua con las piernas separadas, pero tal estatua era en aquel momento técnicamente imposible y, además, no coincidirÃa con la descripción del Coloso que hace Filón, que dice que Cares de Lindos levantó los pies del Coloso (es decir, los dos pies) sobre una base de piedra blanca. Los testimonios antiguos nos dicen poca cosa del Coloso, y ninguno señala que tuviera una antorcha en la mano ni que estuviera situado en la entrada del puerto de Rodas. Puede que la estatua de Helios estuviera colocada en el lugar que hoy ocupa el palacio de los Grandes Maestres, o quizá sus pies reposaran en lo que hoy es la fortaleza de Agios Nikolaos, o que ocupara el espacio que actualmente llena de forma tan sutil ese ciervo encaramado a una columna en el puerto de Mandraki. Quién sabe. Qué importa.
La Historia, que muchas veces ama la ironÃa, ha hecho que precisamente el Coloso sea la Maravilla del Mundo antiguo con una vida más corta. La estatua de Helios sólo se mantuvo en pie sesenta y seis años, porque en el año 226 a. C. un terremoto destruyó una obra que quiso ser colosal. Incluso caÃdo, decÃa Plinio (siglo I d. C.), el Coloso resultaba admirable, ya que pocos son los que podÃan abarcar sus pulgares. Los restos del Coloso (incluidos los pulgares) quedaron esparcidos en el mismo lugar donde cayeron hasta el año 654 d. C., fecha en la que fueron vendidos a un mercader de origen sirio. No hace falta que se lo crean, pero según una tradición el mercader desmontó las piezas y se las llevó en una caravana de 980 camellos. Por si fuera poco, otra tradición, todavÃa más fantástica y entretenida, asegura que el bronce del Coloso llegó hasta las tierras de Valencia y acabó transformándose en grandes sartenes de base ancha. Que la paella tenga su origen en el Coloso de Rodas sà que serÃa algo colosal. Cuenten esta historia la próxima vez que disfruten de una paella con sus amigos.
Lo bueno de que no quede ningún resto material del Coloso, salvo su influencia en las paellas, es que cada uno se lo puede imaginar como quiera. Cerca del lugar donde pudo estar el Coloso hay unos banquitos que permiten tomarse un descanso antes de hacerse una foto con el recuerdo de Helios. Sentado en uno de esos banquitos es fácil dejarse llevar por la imaginación, pero tengan cuidado porque en Rodas uno se imagina al Coloso de una forma por la mañana, recién levantado y desayunado, y de otra forma al atardecer, después de haber paseado por la medieval calle de los Caballeros, entre el puerto y el palacio de los Grandes Maestres. Por la mañana yo me imaginaba al Coloso con las piernas muy abiertas apoyadas sobre ambos lados del puerto, mirando con un poquito de superioridad a los barcos que llegan a Rodas; pero al atardecer me lo imaginaba pensativo, como la preciosa «Atenea pensativa» que podemos ver en el Museo de la Acrópolis de Atenas. Fuerte y orgulloso por la mañana, como el meltemi, el viento norteño que modera las temperaturas en verano. Pensativo y ligero al atardecer, como las pobres ruinas del templo de Afrodita que se esconden muy cerca de la puerta del Arsenal en Rodas.
Rodas es mucho más que el recuerdo de su Coloso. Al menos, su casco antiguo, rodeado por cuatro kilómetros de murallas (siglo XIV) horadadas por once puertas. Aquà la alargada sombra del Coloso deja paso a la prolongada sombra de los caballeros Hospitalarios de San Juan, que empezaron guardando el Santo Sepulcro y atendiendo a los peregrinos cristianos y terminaron comprando Rodas a un pirata genovés. En las horas en las que el calor aprieta, pueden aprovechar para hacer una visita al espléndido palacio de los Grandes Maestres, lleno de tesoros, rincones, escaleras, patios y mosaicos. Luego pueden dar un paseo hasta la sinagoga del barrio judÃo y, si tienen suerte, se encontrarán con un señor que habla todas las lenguas del mundo y que les contará, con emoción y delicadeza, su experiencia en el tenebroso campo de concentración nazi de Auschwitz. Después, el Sol les parecerá más luminoso y el Coloso mucho más grande.
El viaje a la Rodas del Coloso no estarÃa completo sin visitar Lindos, la patria del escultor Cares. Desde lejos, la vista de Lindos es tan hermosa que no hay más remedio que dejar el coche en la cuneta y comprobar a pie firme que lo que vemos es real. Las blanquÃsimas casas apretadas en estrechas calles parece que sostienen la acrópolis, que se asoma a un precipicio ciento veinticinco metros por encima del pueblo. Los coches están prohibidos en Lindos, y hay muchÃsimos turistas que hormiguean por sus calles, pero la acrópolis suele estar vacÃa. Lástima, porque ver las columnas de la estoa recortándose en el furioso azul del cielo griego es una de esas cosas que sirven, como dice mi amigo Enrique, para llevar con alegrÃa las largas tardes de invierno. Pasear por Lindos, subir a la acrópolis, darse un baño en la playa de Megalos Gialós, cenar unos tomates y pimientos rellenos de arroz y carne picada en un estiatorio y alojarse en una de las blancas, sencillas y limpias pensiones con terraza y vista al Egeo dejando pasar las horas entre chupitos de ouzo y ensoñaciones protagonizadas por el Coloso. Creo que no se puede pedir más a la vida.
Demos gracias al Coloso de Rodas que, sin estar ahÃ, nos ha dado tanto. Y no hablo sólo de la paella.
En el Coloso de Rodas, magna obra de corta vida de la que conservamos una falsa imagen.

Lindos, a los pies de la acrópolis.

La entrada al puerto de Mandraki.
Isla de Rodas, en el Dodecaneso. Rodas capital. Puerto de Mandraki. Dos columnas de mármol coronadas cada una por la estatua de un cérvido (ciervos o quizá renos) señalan el lugar donde supuestamente se erigÃa el Coloso de Rodas, una de las maravillas del Mundo Antiguo. ¿Dos columnas? ¿Seguro? No nos pongamos nerviosos. En julio de 2009, cuando llegué a Rodas con el estómago vacÃo y los ojos llenos de imágenes del Coloso, no encontré ni rastro de la colosal estatua de Helios, pero los libros ya me lo habÃan advertido. El caso es que tampoco encontré las dos columnas que vigilan la entrada del puerto de Mandraki, sino sólo una. Pregunté al primer tipo que no llevaba pantalón corto, gorro, gafas de sol y sandalias con la esperanza de que fuera un lugareño ocioso que pudiera informarme, pero no sólo resultó ser tan turista como yo, sino que no sabÃa nada de columnas ni de colosos. No hay que darle más vueltas. Ni rastro del Coloso y ni rastro de una de las columnas del puerto. La foto de rigor perderá mucho, pero asà son las cosas. No habÃa ido a Rodas para ver estatuas gigantes ni ciervos. Estaba allà por el lugar, por la historia y por el mito.
La estatua de Helios que hoy conocemos como Coloso de Rodas conmemoraba la victoria de los habitantes de Rodas ante las tropas de Demetrio Poliorcetes («el que asedia ciudades»). Los rodios adoraban especialmente a Helios, el Sol, y como agradecimiento por haberles librado de asedio, construyeron el famoso Coloso tras vender el botÃn constituido por las máquinas de guerra abandonadas por Demetrio, aunque otros dicen que Demetrio se las regaló a los rodios (incluida la famosa torre de asalto Helépolis) admirado por la resistencia de su ciudad, pero con el encargo de venderlas para conseguir fondos con que levantar un gran monumento conmemorativo del asedio. Dicho y hecho. La estatua se encargó tras finalizar el asedio de Rodas en 304 a. C. al escultor Cares de Lindos, discÃpulo de Lisipo, y se terminó doce años más tarde, en 292 a. C. Los rodios encargaron un kolossós, que en el dialecto dorio de Rodas significaba «estatua», pero era tan grande que la palabra «coloso» adquirió el significado de una estatua de una magnitud que excede mucho de la natural, y todavÃa hoy utilizamos el adjetivo «colosal» para referirnos a algo enorme, de dimensiones extraordinarias. ¿Era tan colosal el Coloso de Rodas? ¿Era tan enorme?
Parece que sÃ. Estrabón asegura que el Coloso medÃa unos treinta metros de altura (bastante más que la estatua de Zeus en Olimpia), pero poco más podemos decir acerca de esta estatua de bronce de dimensiones extraordinarias. No se conserva ninguna descripción fiable del Coloso, aunque parece que representaba a Helios sosteniendo una antorcha en una de sus manos (si es asÃ, el Coloso habrÃa funcionado como faro), y en muchas imágenes el Coloso aparece equipado con un arco que lleva cruzado a la espalda. La imagen que todos tenemos del Coloso en la cabeza es la de un señor enorme con un pie apoyado en cada uno de los diques de la dársena de entrada al puerto, de tal forma que los barcos que llegaban o salÃan de Rodas tenÃan que pasar por debajo de sus piernas. La imagen es muy sugerente, pero probablemente falsa, ya que es una idea que se estableció muy a finales de la Edad Media. Parece más bien que el Coloso se erigÃa sobre sus dos pies juntos, sobre un promontorio que dominaba la entrada al puerto de Rodas, y no a horcajadas de la bocana del puerto, como muestran la divertida pelÃcula de Sergio Leone titulada «El Coloso de Rodas» y el precioso grabado de Maarten van Heemskerck, una de las representaciones más famosas del Coloso. Desde el Renacimiento, la imagen que se ha popularizado del Coloso es, sin embargo, la de una gran estatua con las piernas separadas, pero tal estatua era en aquel momento técnicamente imposible y, además, no coincidirÃa con la descripción del Coloso que hace Filón, que dice que Cares de Lindos levantó los pies del Coloso (es decir, los dos pies) sobre una base de piedra blanca. Los testimonios antiguos nos dicen poca cosa del Coloso, y ninguno señala que tuviera una antorcha en la mano ni que estuviera situado en la entrada del puerto de Rodas. Puede que la estatua de Helios estuviera colocada en el lugar que hoy ocupa el palacio de los Grandes Maestres, o quizá sus pies reposaran en lo que hoy es la fortaleza de Agios Nikolaos, o que ocupara el espacio que actualmente llena de forma tan sutil ese ciervo encaramado a una columna en el puerto de Mandraki. Quién sabe. Qué importa.
La Historia, que muchas veces ama la ironÃa, ha hecho que precisamente el Coloso sea la Maravilla del Mundo antiguo con una vida más corta. La estatua de Helios sólo se mantuvo en pie sesenta y seis años, porque en el año 226 a. C. un terremoto destruyó una obra que quiso ser colosal. Incluso caÃdo, decÃa Plinio (siglo I d. C.), el Coloso resultaba admirable, ya que pocos son los que podÃan abarcar sus pulgares. Los restos del Coloso (incluidos los pulgares) quedaron esparcidos en el mismo lugar donde cayeron hasta el año 654 d. C., fecha en la que fueron vendidos a un mercader de origen sirio. No hace falta que se lo crean, pero según una tradición el mercader desmontó las piezas y se las llevó en una caravana de 980 camellos. Por si fuera poco, otra tradición, todavÃa más fantástica y entretenida, asegura que el bronce del Coloso llegó hasta las tierras de Valencia y acabó transformándose en grandes sartenes de base ancha. Que la paella tenga su origen en el Coloso de Rodas sà que serÃa algo colosal. Cuenten esta historia la próxima vez que disfruten de una paella con sus amigos.
Lo bueno de que no quede ningún resto material del Coloso, salvo su influencia en las paellas, es que cada uno se lo puede imaginar como quiera. Cerca del lugar donde pudo estar el Coloso hay unos banquitos que permiten tomarse un descanso antes de hacerse una foto con el recuerdo de Helios. Sentado en uno de esos banquitos es fácil dejarse llevar por la imaginación, pero tengan cuidado porque en Rodas uno se imagina al Coloso de una forma por la mañana, recién levantado y desayunado, y de otra forma al atardecer, después de haber paseado por la medieval calle de los Caballeros, entre el puerto y el palacio de los Grandes Maestres. Por la mañana yo me imaginaba al Coloso con las piernas muy abiertas apoyadas sobre ambos lados del puerto, mirando con un poquito de superioridad a los barcos que llegan a Rodas; pero al atardecer me lo imaginaba pensativo, como la preciosa «Atenea pensativa» que podemos ver en el Museo de la Acrópolis de Atenas. Fuerte y orgulloso por la mañana, como el meltemi, el viento norteño que modera las temperaturas en verano. Pensativo y ligero al atardecer, como las pobres ruinas del templo de Afrodita que se esconden muy cerca de la puerta del Arsenal en Rodas.
Rodas es mucho más que el recuerdo de su Coloso. Al menos, su casco antiguo, rodeado por cuatro kilómetros de murallas (siglo XIV) horadadas por once puertas. Aquà la alargada sombra del Coloso deja paso a la prolongada sombra de los caballeros Hospitalarios de San Juan, que empezaron guardando el Santo Sepulcro y atendiendo a los peregrinos cristianos y terminaron comprando Rodas a un pirata genovés. En las horas en las que el calor aprieta, pueden aprovechar para hacer una visita al espléndido palacio de los Grandes Maestres, lleno de tesoros, rincones, escaleras, patios y mosaicos. Luego pueden dar un paseo hasta la sinagoga del barrio judÃo y, si tienen suerte, se encontrarán con un señor que habla todas las lenguas del mundo y que les contará, con emoción y delicadeza, su experiencia en el tenebroso campo de concentración nazi de Auschwitz. Después, el Sol les parecerá más luminoso y el Coloso mucho más grande.
El viaje a la Rodas del Coloso no estarÃa completo sin visitar Lindos, la patria del escultor Cares. Desde lejos, la vista de Lindos es tan hermosa que no hay más remedio que dejar el coche en la cuneta y comprobar a pie firme que lo que vemos es real. Las blanquÃsimas casas apretadas en estrechas calles parece que sostienen la acrópolis, que se asoma a un precipicio ciento veinticinco metros por encima del pueblo. Los coches están prohibidos en Lindos, y hay muchÃsimos turistas que hormiguean por sus calles, pero la acrópolis suele estar vacÃa. Lástima, porque ver las columnas de la estoa recortándose en el furioso azul del cielo griego es una de esas cosas que sirven, como dice mi amigo Enrique, para llevar con alegrÃa las largas tardes de invierno. Pasear por Lindos, subir a la acrópolis, darse un baño en la playa de Megalos Gialós, cenar unos tomates y pimientos rellenos de arroz y carne picada en un estiatorio y alojarse en una de las blancas, sencillas y limpias pensiones con terraza y vista al Egeo dejando pasar las horas entre chupitos de ouzo y ensoñaciones protagonizadas por el Coloso. Creo que no se puede pedir más a la vida.
Demos gracias al Coloso de Rodas que, sin estar ahÃ, nos ha dado tanto. Y no hablo sólo de la paella.
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(IV) La derrota del pastor Eróstrato
En el templo de Artemisa en Éfeso, del que sólo queda en pie una columna.

La única columna del templo de Artemisa en Éfeso que se conserva en pie.

La Biblioteca de Celso.
La impresionante fachada romana de la Biblioteca de Celso en Éfeso gana por goleada turÃstica a la conmovedora columna griega del templo de Artemisa, también en Éfeso. No quisiera ser injusto con las maravillosas ruinas de la Biblioteca, construida en el siglo II d. C. por el cónsul romano Gayo Julio Aquila para su padre Celso, con sus fotogénicas estatuas que representan a la sabidurÃa, la virtud, el intelecto y el conocimiento, ni tampoco con los delicados frisos del pórtico del templo de Adriano, el teatro excavado en la ladera del monte Pión o la fascinante vÃa de los Curetes. Las ruinas de Éfeso juegan en la liga de campeones de la arqueologÃa y, aunque es difÃcil que alguna vez ganen el tÃtulo, siempre pasan a la siguiente ronda tras eliminar a las ruinas de Troya o Pérgamo. SÃ, la Biblioteca de Celso merece ser visitada cada año por miles de turistas. Pero me entristece la soledad de la única columna en pie de lo que fue el magnÃfico templo de Artemisa en Éfeso, una de las maravillas del mundo antiguo.
Llegar al lugar donde estuvo situado uno de los templos más famosos y admirados de la antigüedad es difÃcil. Mal señalizado, poco espectacular, vacÃo de autocares turÃsticos, apartado de la ruta que conduce a las ruinas de Éfeso, desconocido para muchos, ninguneado por los guÃas y pésimamente promocionado, lo poquÃsimo que queda del templo de Artemisa no juega en la liga de campeones de la arqueologÃa comercial, pero todos los que visitan el lugar salen con el corazón partido, los ojos humedecidos y una foto inolvidable. Caminar por la vÃa de los Curetes de Éfeso al lado de cientos de desconocidos sudorosos que comentan entre sonrisas las peculiaridades de las letrinas públicas romanas, alaban el lujo de las casas de los patricios y se fotografÃan junto al pie del emperador Trajano es una experiencia tan rica como ver un partido Barça-Madrid en las gradas del Camp Nou. Todos somos turistas, visitantes armados con guÃas de viaje y ojos bien abiertos. Los que maldicen a las masas que suben y bajan por la vÃa de los Curetes son los mismos que se pasan la vida (y los viajes) distinguiendo entre viajeros (ellos) y turistas (todos los demás). Que les den. Me gusta compartir Éfeso con rubÃsimos niños alemanes, silenciosos japoneses que se visten de forma increÃblemente extravagante y españoles que no dejan de hablar ni cuando están posando para una foto. Por eso me dolió tener que ver solo la solitaria columna del templo de Artemisa. Sin niños rubios. Sin japoneses silenciosos. Sin españoles charlatanes.
El templo de Artemisa se empezó a construir en el siglo VI a. C., financiado por el rey Creso de Lidia, y se terminó en torno al año 460 a. C. Creso encargó la construcción del templo al arquitecto cretense Quersifonte, y era, en verdad, una auténtica maravilla. Doblaba en longitud y anchura al templo de Zeus en Olimpia, y cada una de sus 127 columnas jónicas de mármol pórfido, de bellÃsimos tonos verdes, medÃa unos veinte metros de altura. Un bosque de mármol digno de Artemisa, la diosa virgen hermana de Apolo que, según cuentan, colaboró en la colocación del arquitrabe de su templo cuando el arquitecto, incapaz de encontrar la forma de hacerlo, estaba a punto de suicidarse. Plinio dice que el templo de Artemisa se levantó sobre un terreno pantanoso para que no padeciera los terremotos, y para no situar los cimientos en un terreno resbaladizo e inestable se cubrió éste con carbones apisonados y luego con vellones de lana. Por desgracia, el templo no estaba preparado para luchar contra el fuego ni contra la sed de gloria de un pastor llamado Eróstrato.
En el año 356 a. C., Eróstrato incendió el templo de Artemisa para lograr asà fama eterna. Woody Allen dice que no aspira a alcanzar la inmortalidad a través de su obra, sino sencillamente no muriendo. Eróstrato quiso alcanzar la inmortalidad a través de su obra, aunque le costara la vida y esa obra fuera la destrucción de un templo maravilloso. El pastor consiguió algo más que esos quince minutos de fama a los que, según Andy Warhol, todos tenemos derecho, y lo consiguió a pesar de que los efesios intentaron que su nombre no fuera recordado (conocemos el nombre del pastor pirómano gracias a Estrabón). Según la tradición, la misma noche que ardió el templo de Artemisa nació en la lejana Macedonia un niño llamado Alejandro al que hoy conocemos como Alejandro Magno. Cuando Alejandro conquistó Éfeso en el año 334 a. C., se ofreció a colaborar en la reconstrucción del templo, pero el casi siempre excesivo rey macedonio exigió una dedicatoria para sà mismo, de modo que los efesios rechazaron su ayuda con un argumento tan sutil como educado: no es propio de un dios construir templos a los dioses.
El Artemision, el templo de Artemisa en Éfeso, fue finalmente reconstruido, pero los godos lo arrasaron en el siglo III d. C. Con el tiempo, el templo se convirtió en cantera y hasta su ubicación cayó en el olvido. Cuando el ingeniero británico John Turtle Wood descubrió en el siglo XIX el Artemision, encontró fragmentos de columnas y algunos pocos restos más enterrados en un fangal. Hoy sólo una columna del templo de Artemisa permanece en pie, desafiando la soledad y el paso del tiempo. Una columna. Eso es todo. El visitante puede recorrer el lugar donde un dÃa estuvo el templo de Artemisa, aunque debe tener cuidado de no mojarse los pies porque parte del recinto suele estar anegado por las aguas de una laguna cercana. No sabemos cómo era exactamente el templo de Artemisa, pero hoy se reduce a una columna coronada por un nido, restos de otras columnas esparcidos por el suelo, algunas estructuras que sobresalen en el terreno pantanoso y un silencio ensordecedor. Si les sirve de consuelo, en Santa SofÃa, en Estambul, pueden verse las ocho columnas del templo de Artemisa que fueron trasladadas en el siglo VI d. C. a Constantinopla por orden del emperador Justiniano. Pero el mejor consuelo es que el tiempo que pasamos admirando la única columna del templo de Artemisa hace que el Artemision siga vivo.
No se trata de que un ordenador reconstruya digitalmente para nosotros las 127 columnas del templo de Artemisa, porque ese prodigio técnico está bien para poder ver en el cine las mil naves aqueas que navegan en busca de las costas de Troya, pero es incapaz de devolver al templo su grandiosa elegancia. Se trata más bien de aguantar a pie firme el calor de Éfeso y añadir con el corazón y la imaginación 126 columnas a esa columna que resiste todavÃa y siempre, como la aldea gala de Astérix y Obélix, al invasor en forma de incendios, invasiones, expolios y olvido. Como el pastor Eróstrato, pero al revés, el visitante debe incendiar con su pasión el lugar en el que estuvo el Artemision y reconstruir el templo, levantar columnas y paredes, el pronaos, la cella en la que se encontraba la estatua de la diosa. Eróstrato incendió el templo de Artemisa para que su nombre no se perdiera, y nosotros debemos quemar el desolado espacio que un dÃa ocupó el templo para que el nombre de Artemisa no se olvide.
Antes de dejar Selçuk, donde está el imprescindible Museo de Éfeso, y continuar con mi viaje, me acerqué a un grupo de españoles que acababan de visitar las ruinas de Éfeso. Se dirigÃan a Esmirna, la tercera ciudad más grande de TurquÃa. Y se iban sin hacer una visita a la columna del templo de Artemisa. Varias cervezas después, les dejé con la promesa de que, antes de irse, se harÃan una foto con la columna del templo de Artemisa y con la historia. Me sentà bien. Muy bien. Como un anti Eróstrato después de reconstruir el templo de Artemisa con el fuego de la palabra.
En el templo de Artemisa en Éfeso, del que sólo queda en pie una columna.

La única columna del templo de Artemisa en Éfeso que se conserva en pie.

La Biblioteca de Celso.
La impresionante fachada romana de la Biblioteca de Celso en Éfeso gana por goleada turÃstica a la conmovedora columna griega del templo de Artemisa, también en Éfeso. No quisiera ser injusto con las maravillosas ruinas de la Biblioteca, construida en el siglo II d. C. por el cónsul romano Gayo Julio Aquila para su padre Celso, con sus fotogénicas estatuas que representan a la sabidurÃa, la virtud, el intelecto y el conocimiento, ni tampoco con los delicados frisos del pórtico del templo de Adriano, el teatro excavado en la ladera del monte Pión o la fascinante vÃa de los Curetes. Las ruinas de Éfeso juegan en la liga de campeones de la arqueologÃa y, aunque es difÃcil que alguna vez ganen el tÃtulo, siempre pasan a la siguiente ronda tras eliminar a las ruinas de Troya o Pérgamo. SÃ, la Biblioteca de Celso merece ser visitada cada año por miles de turistas. Pero me entristece la soledad de la única columna en pie de lo que fue el magnÃfico templo de Artemisa en Éfeso, una de las maravillas del mundo antiguo.
Llegar al lugar donde estuvo situado uno de los templos más famosos y admirados de la antigüedad es difÃcil. Mal señalizado, poco espectacular, vacÃo de autocares turÃsticos, apartado de la ruta que conduce a las ruinas de Éfeso, desconocido para muchos, ninguneado por los guÃas y pésimamente promocionado, lo poquÃsimo que queda del templo de Artemisa no juega en la liga de campeones de la arqueologÃa comercial, pero todos los que visitan el lugar salen con el corazón partido, los ojos humedecidos y una foto inolvidable. Caminar por la vÃa de los Curetes de Éfeso al lado de cientos de desconocidos sudorosos que comentan entre sonrisas las peculiaridades de las letrinas públicas romanas, alaban el lujo de las casas de los patricios y se fotografÃan junto al pie del emperador Trajano es una experiencia tan rica como ver un partido Barça-Madrid en las gradas del Camp Nou. Todos somos turistas, visitantes armados con guÃas de viaje y ojos bien abiertos. Los que maldicen a las masas que suben y bajan por la vÃa de los Curetes son los mismos que se pasan la vida (y los viajes) distinguiendo entre viajeros (ellos) y turistas (todos los demás). Que les den. Me gusta compartir Éfeso con rubÃsimos niños alemanes, silenciosos japoneses que se visten de forma increÃblemente extravagante y españoles que no dejan de hablar ni cuando están posando para una foto. Por eso me dolió tener que ver solo la solitaria columna del templo de Artemisa. Sin niños rubios. Sin japoneses silenciosos. Sin españoles charlatanes.
El templo de Artemisa se empezó a construir en el siglo VI a. C., financiado por el rey Creso de Lidia, y se terminó en torno al año 460 a. C. Creso encargó la construcción del templo al arquitecto cretense Quersifonte, y era, en verdad, una auténtica maravilla. Doblaba en longitud y anchura al templo de Zeus en Olimpia, y cada una de sus 127 columnas jónicas de mármol pórfido, de bellÃsimos tonos verdes, medÃa unos veinte metros de altura. Un bosque de mármol digno de Artemisa, la diosa virgen hermana de Apolo que, según cuentan, colaboró en la colocación del arquitrabe de su templo cuando el arquitecto, incapaz de encontrar la forma de hacerlo, estaba a punto de suicidarse. Plinio dice que el templo de Artemisa se levantó sobre un terreno pantanoso para que no padeciera los terremotos, y para no situar los cimientos en un terreno resbaladizo e inestable se cubrió éste con carbones apisonados y luego con vellones de lana. Por desgracia, el templo no estaba preparado para luchar contra el fuego ni contra la sed de gloria de un pastor llamado Eróstrato.
En el año 356 a. C., Eróstrato incendió el templo de Artemisa para lograr asà fama eterna. Woody Allen dice que no aspira a alcanzar la inmortalidad a través de su obra, sino sencillamente no muriendo. Eróstrato quiso alcanzar la inmortalidad a través de su obra, aunque le costara la vida y esa obra fuera la destrucción de un templo maravilloso. El pastor consiguió algo más que esos quince minutos de fama a los que, según Andy Warhol, todos tenemos derecho, y lo consiguió a pesar de que los efesios intentaron que su nombre no fuera recordado (conocemos el nombre del pastor pirómano gracias a Estrabón). Según la tradición, la misma noche que ardió el templo de Artemisa nació en la lejana Macedonia un niño llamado Alejandro al que hoy conocemos como Alejandro Magno. Cuando Alejandro conquistó Éfeso en el año 334 a. C., se ofreció a colaborar en la reconstrucción del templo, pero el casi siempre excesivo rey macedonio exigió una dedicatoria para sà mismo, de modo que los efesios rechazaron su ayuda con un argumento tan sutil como educado: no es propio de un dios construir templos a los dioses.
El Artemision, el templo de Artemisa en Éfeso, fue finalmente reconstruido, pero los godos lo arrasaron en el siglo III d. C. Con el tiempo, el templo se convirtió en cantera y hasta su ubicación cayó en el olvido. Cuando el ingeniero británico John Turtle Wood descubrió en el siglo XIX el Artemision, encontró fragmentos de columnas y algunos pocos restos más enterrados en un fangal. Hoy sólo una columna del templo de Artemisa permanece en pie, desafiando la soledad y el paso del tiempo. Una columna. Eso es todo. El visitante puede recorrer el lugar donde un dÃa estuvo el templo de Artemisa, aunque debe tener cuidado de no mojarse los pies porque parte del recinto suele estar anegado por las aguas de una laguna cercana. No sabemos cómo era exactamente el templo de Artemisa, pero hoy se reduce a una columna coronada por un nido, restos de otras columnas esparcidos por el suelo, algunas estructuras que sobresalen en el terreno pantanoso y un silencio ensordecedor. Si les sirve de consuelo, en Santa SofÃa, en Estambul, pueden verse las ocho columnas del templo de Artemisa que fueron trasladadas en el siglo VI d. C. a Constantinopla por orden del emperador Justiniano. Pero el mejor consuelo es que el tiempo que pasamos admirando la única columna del templo de Artemisa hace que el Artemision siga vivo.
No se trata de que un ordenador reconstruya digitalmente para nosotros las 127 columnas del templo de Artemisa, porque ese prodigio técnico está bien para poder ver en el cine las mil naves aqueas que navegan en busca de las costas de Troya, pero es incapaz de devolver al templo su grandiosa elegancia. Se trata más bien de aguantar a pie firme el calor de Éfeso y añadir con el corazón y la imaginación 126 columnas a esa columna que resiste todavÃa y siempre, como la aldea gala de Astérix y Obélix, al invasor en forma de incendios, invasiones, expolios y olvido. Como el pastor Eróstrato, pero al revés, el visitante debe incendiar con su pasión el lugar en el que estuvo el Artemision y reconstruir el templo, levantar columnas y paredes, el pronaos, la cella en la que se encontraba la estatua de la diosa. Eróstrato incendió el templo de Artemisa para que su nombre no se perdiera, y nosotros debemos quemar el desolado espacio que un dÃa ocupó el templo para que el nombre de Artemisa no se olvide.
Antes de dejar Selçuk, donde está el imprescindible Museo de Éfeso, y continuar con mi viaje, me acerqué a un grupo de españoles que acababan de visitar las ruinas de Éfeso. Se dirigÃan a Esmirna, la tercera ciudad más grande de TurquÃa. Y se iban sin hacer una visita a la columna del templo de Artemisa. Varias cervezas después, les dejé con la promesa de que, antes de irse, se harÃan una foto con la columna del templo de Artemisa y con la historia. Me sentà bien. Muy bien. Como un anti Eróstrato después de reconstruir el templo de Artemisa con el fuego de la palabra.
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(V) El dios Ra contra el aire acondicionado
Las pirámides, las únicas construcciones todavÃa en pie de las siete que maravillaron al mundo.

La Esfinge, con la pirámide de Kefrén detrás.

Gran Pirámide de Keops.

La base de la pirámide de Keops, con la de Kefrén al fondo.
Nada prepara al visitante para el encuentro con las grandes pirámides de la llanura de Guiza, a tiro de piedra de El Cairo. Nada. Ni la lectura de los libros de Terenci Moix, el escritor que amaba a Egipto sobre todas las cosas. Ni haber visto cien veces la pelÃcula «Tierra de faraones», con una bellÃsima Joan Collins interpretando a la malvada Nellifer. Ni las fotos de National Geographic, ni los documentales del Canal Historia, ni las apasionadas explicaciones del egiptólogo Zahi Hawass, ni una infancia llena de sueños egipcios, ni las mejores guÃas visuales, ni el divertidÃsimo Herodoto, ni el testimonio de ese amigo que viajó a Egipto en su luna de miel. Nada sirve para que la mandÃbula del visitante se mantenga en su sitio cuando tiene ante sus ojos la Gran Pirámide de Keops, la pirámide de Kefrén y la pirámide de Micerinos. Nada. Ni siquiera saber que las pirámides de Guiza son la única Maravilla del Mundo Antiguo que sigue en pie. También es la más antigua.
Napoleón dijo a sus tropas antes de enfrentarse al ejército mameluco en la famosa Batalla de las Pirámides (21 de julio de 1798) que, desde lo alto de esos monumentos, cuarenta siglos los contemplaban. Casi acierta. Aunque la cronologÃa no puede ser del todo precisa, las pirámides de Keops, Kefrén y Micerinos, faraones de la IV dinastÃa, datan de mediados del tercer milenio antes de nuestra era. Eso es mucho tiempo. Las pirámides ya eran viejas cuando Fidias esculpió la estatua de Zeus en Olimpia, y siguen causando asombro varios siglos después de que del Faro de AlejandrÃa sólo quede el recuerdo. Los visitantes suelen llegar a las pirámides de Guiza temprano, después de un buen desayuno en el hotel. Sentados en modernos autocares que recorren la fea avenida de las Pirámides, hay el tiempo justo para echar un vistazo a través de la ventanilla y sentir cómo la Gran Pirámide de Keops se hace más y más grande. Y más. Y más. El autocar se detiene. Las puertas se abren. La emoción de poder ver de cerca las pirámides hace que el visitante olvide que en la meseta de Guiza no hay aire acondicionado. Cataplof. El sol de Egipto presenta sus credenciales.
Nada prepara al espÃritu para el encuentro con las pirámides, y nada prepara al cuerpo para el encuentro con el sol de Egipto. Qué grandes son, madre mÃa. Y qué calor hace, cielo santo. Pero, a treinta metros de la pirámide Keops, el calor es tan irrelevante como las apreturas en un concierto de Bruce Springsteen o la incomodidad de tener que ver una pelÃcula de Woody Allen al lado de un tipo que sostiene una bolsa de palomitas del tamaño de Badajoz. Ahà está la tumba del faraón Keops. Una escalera hacia el cielo de 146, 5 metros de altura, reducidos hoy a 137. Hace no demasiado tiempo (al menos si lo comparamos con la edad de las pirámides), los visitantes solÃan trepar hasta lo más alto de la pirámide de Keops (o hasta donde se lo permitieran sus fuerzas), tal y como hacen los recién casados Linnet Ridgeway y Simon Doyle en la pelÃcula «Muerte en el Nilo», basada en la famosa novela de Agatha Christie. Hoy, por fortuna, está prohibido trepar por las pirámides, asà que ya no podemos saber lo que sintió el egiptólogo Richard Lepsius cuando celebró el cumpleaños de Federico Guillermo IV de Prusia en la misma cima de la pirámide Keops. Ni falta que hace. Los visitantes no podemos subirnos a las piedras de Keops como sin fuéramos liliputienses escalando el cuerpo de Gulliver, pero pagando la entrada es posible conocer las entrañas de la pirámide y ascender hasta la mismÃsima cámara funeraria del faraón. Si, por desgracia, la Gran Pirámide está cerrada, no se desesperen: podrán visitar la pirámide de Kefrén o la de Micerinos, y pasear (no olviden el sombrero) alrededor de la Esfinge. Pero la emoción de pasar un rato dentro de la pirámide Keops es incomparable. SÃganme.
Ya sabemos que en Guiza hace mucho calor. Dentro de la Gran Pirámide, también. Hace mucho calor, las filas de visitantes se cruzan en estrechos pasillos, las cámaras se llenan de sudor, no huele demasiado bien y la sensación de agobio puede hacer que alguno añore el aire acondicionado del hotel. Pero todo eso no importa. Caminamos por los pasillos de la pirámide de Keops, admiramos la Gran GalerÃa, penetramos en la llamada «Cámara de la reina» y, por fin, entramos en la «Cámara del rey», donde se encuentra el sarcófago roto y sin tapa del faraón Keops. Vaya momento. No hay tesoros en la pirámide de Keops. Ni siquiera hay inscripciones, como en las pirámides de Unas (último faraón de la V dinastÃa), Teti o Pepi I. La pirámide de Keops está vacÃa y es «muda», pero a la vez está llena de emoción y habla por los codos (sagrados). Hoy se conocen en Egipto unas noventa pirámides, aunque muchas de ellas son poco más que arena y escombros. No es el caso de la pirámide de Keops. Hay que alegrarse cuando tropezamos con un alemán enorme que sale de la «Cámara del rey» o chocamos con una francesa que insiste en no quitarse las gafas de sol ni cuando está en el interior de la pirámide más famosa del mundo. El choque de turistas es más saludable que el choque de civilizaciones, y unos tienen que salir para que otros puedan entrar. El choque de turistas nos recuerda que el antiguo Egipto sigue vivo. Es necesario sentir en el cuerpo el sudor de otros viajeros para no olvidar que aquÃ, en la pirámide de Keops, trabajaron, sudaron y también murieron muchos obreros del antiguo Egipto.
Obreros, no esclavos. La construcción de una pirámide era considerada como un proyecto nacional sólo posible en tiempos de estabilidad polÃtica. Construir la tumba del faraón era un trabajo pagado (en especie: en el Egipto faraónico el comercio se basaba esencialmente en el trueque) por el Estado para toda la vida y, probablemente, heredado de padres a hijos, aunque podÃan incorporarse trabajadores nuevos y retirarse otros por algún accidente. Y es que las pirámides son tumbas, claro, pero también motores económicos. Pirámides para la estabilidad, y no una ostentación estúpida y absurda de las riquezas de los reyes, como decÃa el naturalista Plinio el Viejo. Dicho en términos modernos y en palabras del egiptólogo C. Sevilla, la obtención de materiales para la pirámide, su transformación y transporte, asà como la propia construcción favorecieron la creación de empleo a gran escala en Egipto. Un planteamiento no muy alejado de Aristóteles, que en su «PolÃtica» dice que las pirámides servÃan para mantener a la población ocupada y para que no tuvieran tiempo de conspirar contra el faraón.
Las pirámides de Egipto no esconden misterios esotéricos, ni fueron los graneros que ordenó construir el bÃblico José para enfrentarse a los siete años de vacas flacas (en un hermoso mosaico en una cúpula de la catedral de San Marcos, en Venecia, las pirámides están representadas como silos), ni tienen nada que ver con civilizaciones extraterrestres. El carácter funerario, económico e ideológico de las pirámides explica el Egipto del Imperio Antiguo y Medio. No hagan caso a los piramidólogos, a los farsantes que quieren ganarse la vida a costa de los supuestos misterios del Antiguo Egipto. El choque de turistas dentro de la Gran Pirámide de Keops debe convertirse en una alianza de viajeros que pasean con respeto, conocimiento y admiración por el interior del único monumento al que el tiempo teme. De Keops sólo nos ha llegado una estatuilla de marfil de nueve centÃmetros hallada en Abydos en la que el faraón aparece tocado con la corona roja del Bajo Egipto, pero la pirámide que ordenó construir Keops sigue desencajando las mandÃbulas de los viajeros que se acercan a Guiza.
De vuelta a El Cairo, es el momento de visitar la mezquita de Al-Hussein y la preciosa mezquita de Ibn Tulún, dejarse llevar por los colores y perfumes del enorme zoco de Jan Al-Jalili, descansar en el café Al-Fishaui, vivir unas cuantas horas en el Museo Egipcio, recorrer el barrio copto y, en definitiva, pasar el menor tiempo posible en el hotel. Las delicias del aire acondicionado, como el canto de las sirenas, son veneno para el turista. Si prefieren la piscina del hotel y un desayuno continental a callejear por el viejo El Cairo, tomarse la molestia de visitar los poco espectaculares pero fascinantes restos de la ciudad de Menfis y, sobre todo, disfrutar en Saqqara de la maravillosa pirámide escalonada del rey Zóser, obra del genial arquitecto Imhotep, entonces la Esfinge de Guiza sonreirá con esa ironÃa a la que se referÃa Teófilo Gautier. No tengan miedo al sol de Egipto. El dios Ra protege a los que no escuchan el canto del aire acondicionado.
Las pirámides, las únicas construcciones todavÃa en pie de las siete que maravillaron al mundo.

La Esfinge, con la pirámide de Kefrén detrás.

Gran Pirámide de Keops.

La base de la pirámide de Keops, con la de Kefrén al fondo.
Nada prepara al visitante para el encuentro con las grandes pirámides de la llanura de Guiza, a tiro de piedra de El Cairo. Nada. Ni la lectura de los libros de Terenci Moix, el escritor que amaba a Egipto sobre todas las cosas. Ni haber visto cien veces la pelÃcula «Tierra de faraones», con una bellÃsima Joan Collins interpretando a la malvada Nellifer. Ni las fotos de National Geographic, ni los documentales del Canal Historia, ni las apasionadas explicaciones del egiptólogo Zahi Hawass, ni una infancia llena de sueños egipcios, ni las mejores guÃas visuales, ni el divertidÃsimo Herodoto, ni el testimonio de ese amigo que viajó a Egipto en su luna de miel. Nada sirve para que la mandÃbula del visitante se mantenga en su sitio cuando tiene ante sus ojos la Gran Pirámide de Keops, la pirámide de Kefrén y la pirámide de Micerinos. Nada. Ni siquiera saber que las pirámides de Guiza son la única Maravilla del Mundo Antiguo que sigue en pie. También es la más antigua.
Napoleón dijo a sus tropas antes de enfrentarse al ejército mameluco en la famosa Batalla de las Pirámides (21 de julio de 1798) que, desde lo alto de esos monumentos, cuarenta siglos los contemplaban. Casi acierta. Aunque la cronologÃa no puede ser del todo precisa, las pirámides de Keops, Kefrén y Micerinos, faraones de la IV dinastÃa, datan de mediados del tercer milenio antes de nuestra era. Eso es mucho tiempo. Las pirámides ya eran viejas cuando Fidias esculpió la estatua de Zeus en Olimpia, y siguen causando asombro varios siglos después de que del Faro de AlejandrÃa sólo quede el recuerdo. Los visitantes suelen llegar a las pirámides de Guiza temprano, después de un buen desayuno en el hotel. Sentados en modernos autocares que recorren la fea avenida de las Pirámides, hay el tiempo justo para echar un vistazo a través de la ventanilla y sentir cómo la Gran Pirámide de Keops se hace más y más grande. Y más. Y más. El autocar se detiene. Las puertas se abren. La emoción de poder ver de cerca las pirámides hace que el visitante olvide que en la meseta de Guiza no hay aire acondicionado. Cataplof. El sol de Egipto presenta sus credenciales.
Nada prepara al espÃritu para el encuentro con las pirámides, y nada prepara al cuerpo para el encuentro con el sol de Egipto. Qué grandes son, madre mÃa. Y qué calor hace, cielo santo. Pero, a treinta metros de la pirámide Keops, el calor es tan irrelevante como las apreturas en un concierto de Bruce Springsteen o la incomodidad de tener que ver una pelÃcula de Woody Allen al lado de un tipo que sostiene una bolsa de palomitas del tamaño de Badajoz. Ahà está la tumba del faraón Keops. Una escalera hacia el cielo de 146, 5 metros de altura, reducidos hoy a 137. Hace no demasiado tiempo (al menos si lo comparamos con la edad de las pirámides), los visitantes solÃan trepar hasta lo más alto de la pirámide de Keops (o hasta donde se lo permitieran sus fuerzas), tal y como hacen los recién casados Linnet Ridgeway y Simon Doyle en la pelÃcula «Muerte en el Nilo», basada en la famosa novela de Agatha Christie. Hoy, por fortuna, está prohibido trepar por las pirámides, asà que ya no podemos saber lo que sintió el egiptólogo Richard Lepsius cuando celebró el cumpleaños de Federico Guillermo IV de Prusia en la misma cima de la pirámide Keops. Ni falta que hace. Los visitantes no podemos subirnos a las piedras de Keops como sin fuéramos liliputienses escalando el cuerpo de Gulliver, pero pagando la entrada es posible conocer las entrañas de la pirámide y ascender hasta la mismÃsima cámara funeraria del faraón. Si, por desgracia, la Gran Pirámide está cerrada, no se desesperen: podrán visitar la pirámide de Kefrén o la de Micerinos, y pasear (no olviden el sombrero) alrededor de la Esfinge. Pero la emoción de pasar un rato dentro de la pirámide Keops es incomparable. SÃganme.
Ya sabemos que en Guiza hace mucho calor. Dentro de la Gran Pirámide, también. Hace mucho calor, las filas de visitantes se cruzan en estrechos pasillos, las cámaras se llenan de sudor, no huele demasiado bien y la sensación de agobio puede hacer que alguno añore el aire acondicionado del hotel. Pero todo eso no importa. Caminamos por los pasillos de la pirámide de Keops, admiramos la Gran GalerÃa, penetramos en la llamada «Cámara de la reina» y, por fin, entramos en la «Cámara del rey», donde se encuentra el sarcófago roto y sin tapa del faraón Keops. Vaya momento. No hay tesoros en la pirámide de Keops. Ni siquiera hay inscripciones, como en las pirámides de Unas (último faraón de la V dinastÃa), Teti o Pepi I. La pirámide de Keops está vacÃa y es «muda», pero a la vez está llena de emoción y habla por los codos (sagrados). Hoy se conocen en Egipto unas noventa pirámides, aunque muchas de ellas son poco más que arena y escombros. No es el caso de la pirámide de Keops. Hay que alegrarse cuando tropezamos con un alemán enorme que sale de la «Cámara del rey» o chocamos con una francesa que insiste en no quitarse las gafas de sol ni cuando está en el interior de la pirámide más famosa del mundo. El choque de turistas es más saludable que el choque de civilizaciones, y unos tienen que salir para que otros puedan entrar. El choque de turistas nos recuerda que el antiguo Egipto sigue vivo. Es necesario sentir en el cuerpo el sudor de otros viajeros para no olvidar que aquÃ, en la pirámide de Keops, trabajaron, sudaron y también murieron muchos obreros del antiguo Egipto.
Obreros, no esclavos. La construcción de una pirámide era considerada como un proyecto nacional sólo posible en tiempos de estabilidad polÃtica. Construir la tumba del faraón era un trabajo pagado (en especie: en el Egipto faraónico el comercio se basaba esencialmente en el trueque) por el Estado para toda la vida y, probablemente, heredado de padres a hijos, aunque podÃan incorporarse trabajadores nuevos y retirarse otros por algún accidente. Y es que las pirámides son tumbas, claro, pero también motores económicos. Pirámides para la estabilidad, y no una ostentación estúpida y absurda de las riquezas de los reyes, como decÃa el naturalista Plinio el Viejo. Dicho en términos modernos y en palabras del egiptólogo C. Sevilla, la obtención de materiales para la pirámide, su transformación y transporte, asà como la propia construcción favorecieron la creación de empleo a gran escala en Egipto. Un planteamiento no muy alejado de Aristóteles, que en su «PolÃtica» dice que las pirámides servÃan para mantener a la población ocupada y para que no tuvieran tiempo de conspirar contra el faraón.
Las pirámides de Egipto no esconden misterios esotéricos, ni fueron los graneros que ordenó construir el bÃblico José para enfrentarse a los siete años de vacas flacas (en un hermoso mosaico en una cúpula de la catedral de San Marcos, en Venecia, las pirámides están representadas como silos), ni tienen nada que ver con civilizaciones extraterrestres. El carácter funerario, económico e ideológico de las pirámides explica el Egipto del Imperio Antiguo y Medio. No hagan caso a los piramidólogos, a los farsantes que quieren ganarse la vida a costa de los supuestos misterios del Antiguo Egipto. El choque de turistas dentro de la Gran Pirámide de Keops debe convertirse en una alianza de viajeros que pasean con respeto, conocimiento y admiración por el interior del único monumento al que el tiempo teme. De Keops sólo nos ha llegado una estatuilla de marfil de nueve centÃmetros hallada en Abydos en la que el faraón aparece tocado con la corona roja del Bajo Egipto, pero la pirámide que ordenó construir Keops sigue desencajando las mandÃbulas de los viajeros que se acercan a Guiza.
De vuelta a El Cairo, es el momento de visitar la mezquita de Al-Hussein y la preciosa mezquita de Ibn Tulún, dejarse llevar por los colores y perfumes del enorme zoco de Jan Al-Jalili, descansar en el café Al-Fishaui, vivir unas cuantas horas en el Museo Egipcio, recorrer el barrio copto y, en definitiva, pasar el menor tiempo posible en el hotel. Las delicias del aire acondicionado, como el canto de las sirenas, son veneno para el turista. Si prefieren la piscina del hotel y un desayuno continental a callejear por el viejo El Cairo, tomarse la molestia de visitar los poco espectaculares pero fascinantes restos de la ciudad de Menfis y, sobre todo, disfrutar en Saqqara de la maravillosa pirámide escalonada del rey Zóser, obra del genial arquitecto Imhotep, entonces la Esfinge de Guiza sonreirá con esa ironÃa a la que se referÃa Teófilo Gautier. No tengan miedo al sol de Egipto. El dios Ra protege a los que no escuchan el canto del aire acondicionado.
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